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sábado, 1 de octubre de 2022

PREGÓN, EN LA SEMANA CULTURAL, CANDELARIA DEL NORTE - 2022

Javier Quintero Pérez

Es un honor hacer el pregón de esta semana cultural, en el barrio que me vio nacer, donde he vivido y donde han se ha criado mis hijos.

No me costó nada prepararlo. Hace años decidí escribir mis memorias contando anécdotas divertidas y todas vividas con mis vecinos y en este lugar. Escribiendo este libro, que lo titulo Miércoles, me di cuenta que la infancia de los que hoy en día tienen más o menos, mi edad, fue una infancia envidiable. Solo les leeré parte del primer capítulo. Para ello tenemos que situarnos entre los años 1964 y 1970, e imaginarnos como era la vida y este lugar en esa época. La situación eco nómica, geográfica y social del momento. Es mi historia, pero es también la historia de cualquier niño y familia de esos años.

Los vecinos se conocían más por los apodos que por los apellidos, los Reina, los braceros, los blanquitos, los gofios, los curitas, los carreros, los podones, los cantares, los jarro, los paisas, los abejones, los chochitos, los clarines, los colones, los cairoles, etc etc…. y yo no me quedo atrás, ¡yo soy de los camineros!

El camino de la casa azul, el camino La Candelaria, el camino de la Gúina, el camino que atravesado, todos estos de tierra, la carretera de la Vera asfaltada o como decíamos empichada, y la calle nueva de adoquines hasta la mitad. Todo esto formaba una gran manzana y un gran centro comercial que seguramente otros barrios no tendrían.

Haciendo un recorrido por esta gran manzana, teníamos la venta de Don miguel, la venta de Doña Juana, la pollería de Fani, la venta y bar de María Cantares, el molino de gofio de Pepe, la venta y bar de Concha  cantares, la venta de Antonio Viera, la lechería de la casa azul y la que se vendía en la casa de Carmen y Avelino, la tienda de ajuar de casa, muebles y souvenir de Doña Ángela y alguna más que se me escapa, la fábrica de mármol, la carpintería de Pepe el Blanquito, la carpintería de Esteban Padilla, la carpintería de José Luis y la de Chano en la Pesa, la cerrajería de Vicente y Pepe el colón, el taller de bicicletas de Karl Kosky el alemán, la barbería de Domingo, el taller de mi padre Santiago el electricista  y se me quedarán en el tintero algunos negocio más.

Teníamos un cine, la escuela de Doña lucita, la escuela de Don Benjamín, la escuela de Doña Loreto y la escuela de Doña Tomasa, un centro médico de urgencias Juan el manfora y para jugar al futbol, aparte del campo del Vera, teníamos un estadio en el barranco y otro en el estanque de las arenas.

Una vez puesto en este ambiente, le cuento algo del primer capítulo que antes les nombre y empieza fantasiosamente desde el momento en que estoy naciendo. Como soy músico, todo va relacionado con ritmos y sonidos.

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Eran las tres de la mañana y en el camino se oyó, ¡corre, corre! ¡Llama a Magdalena la Reina, que Natalia va a parir! Esa era la matrona del barrio, Magdalena la Reina. Ella vino tan rápido como pudo, y empezó su labor de partera. En esos momentos se fue la luz y tuvieron que encender velas para ver por dónde iba yo.

Con el sonido percutivo de un corazón, estiraba mis pequeñas piernitas para correr lo más veloz posible y salir de esa burbuja en la que estuve encarcelado nueve meses.

Nada más nacer me cobijó la ternura con olores a hogar, a romero y a salvia, a leyenda y sabiduría. Esta era mi abuela, con un nombre muy raro pero del que ella estaba muy orgullosa, Javiera, la hija de Rosa Regina y esposa de mi abuelo, Juan el caminero.

Entre el olor a cera quemada y el encandilado reflejo que despejaba aquella habitación se descubrió qué color sería el mío. Ante tanta alegría también se respiraba algo de decepción. Siempre recordaré las palabras que me contaba mi tía Concha de la familia Colón,

Qué pena me dio cuando tu padre dijo, joooo otro macho!” ……

Y comienza un corto paseo de lágrimas en forma de cataratas. No hacía más que llorara y llorar. El sonido y el ritmo del llanto ya era parte de mi formación musical. No me aguantaba nadie. Estuve muchos meses bailando entre lágrimas. Me agitaban intentando que me calmara creyendo incluso que llegaron a odiarme un poquito. ¡Qué ingenuos eran todos! ….. y yo pasándomelo “pipas” con el bailoteo y mis arrebatos. A todas estas, mi madre ya estaba gestando a otro bebé. Tenía que darme prisa porque iba a perder mi reinado.

Llegó la hora. La casa se revolucionó con el parto de Mami.

- ¡Que horror!. Han pasado de mí. – ¡Ehhh, que estoy llorando! – No me lo puedo creer, encima es una niña.   Así llego mi hermana Maite, que sería mi pegoste, mi muñeco de juguete.   

Desde entonces se acabó mi protagonismo. A partir de este momento me llamaré como se titula este libro, Miércoles. Ese día tonto de la semana, en el que todos estamos cansados esperando al Jueves o Viernes. El día de en medio. Ese soy yo, el de en medio, el raro.

 Aun así seguía llorando y pasando de mano en mano. Solo el sonido de Tata, mi tía Rosa, la costurera,  me incitaba a parar. Ella me tomaba en sus brazos cuando todos me despreciaban y me cantaba eso de ………”Viva San Andrés y los pescadores, viva mi morena ramito de flores…..” Con esa melodía  se calmaba mi ser en profundos sueños.

Creo que el bailoteo y el canto Tata fue la matrícula del arte que descubrí aun sin saber caminar.

Así sigue mi niñez, viviendo en una casa que añoro, cubierta de tejas que contaban historias y que por las noches me hablaban. Los crujidos de la madera que soportaban mi cobijo formaban una tertulia que terminaba casi cuando la abuela de la casa decía con un tono cariñoso pero altivo “veinte pa´ las ocho".

Aquel patio se abarrotaba de niños, mis hermanos y los niños de los vecinos, formando una gran familia. Mientras la escondidilla era parte obligada en aquel imaginario kínder, las señoras limpiaban los restos que los rebaños de cabras dejaban diariamente en el camino de tierras, baldeándolo con cubos y a mano. Una vez realizado ese zafarrancho, nos obligaban a salir y continuar jugando entre piedras, árboles y plataneras. Sin vigilancia alguna, gozábamos de una libertad donde la vida de las redes sociales, ordenadores, teléfonos, etc, no formaban parte de nuestro mundo. El entretenimiento de los niños era compartir el tiempo con el juego del trompo, los coches de verga y los manufacturados con latas de sardinas, jugando a ladrones y policías, al boliche, al futbol, y a cualquier cosa que fuera peligrosa. En cambio, las niñas jugaban a la casita, al tejo y no recuerdo nada más. En definitiva, no nos hacía falta una colección de pilas ni electricidad para divertirnos.

Entre tanto, se escuchaba en las casas el dulce canto de nuestras madres, que interpretaban las canciones del momento, mientras realizaban las labores domésticas.

Nosotros con nuestros pantalones cortos hasta los trece años, lloviera, hiciera frio o no, teníamos tatuajes prácticamente fijos. Aquellas heridas en las rodillas y morados en las piernas, roturas de dientes y cabezas agrietadas, y sin soltar una lágrima o nos llevábamos el tratamiento psicológico del momento, la chola. Detrás de un niño educado siempre estaba la chola de una madre

Estupenda niñez llena de emociones donde cada día era especial y diferente. Llegaba la tarde noche y nos tocaba el baño. Una bañera antigua, o una bañadera metálica llena de agua a rebosar y varios niños enjabonados al mismo tiempo. Jugando con la espuma y formando lo que un tiempo más tarde llamaríamos un jacuzzi. Mientras, nos quitaban las nubes de espuma con un cubito de playa o una escupidera.

Después de una ligera cena y un ratito de tele, todos a la cama cuando aquellos típicos dibujos animados cantaban: "Vamos a la casa que hay que descansar para que mañana podamos madrugar". Y en fila como los enanos de Blanca Nieves a los respectivos lechos.

Dos en cada cama y yo a contar historias de miedo para asustar a mis hermanitos.

Ya, cuando todos dormían, comenzaban mis tertulias con las tejas y con mis imaginarios personajes. Sobre todo cuando había tormentas, que también hablaba con los truenos y con las goteras que caían en los calderos y cubos que se repartían estratégicamente por toda la casa, así como con los espejos que me decían

- "Miércoles, quítame que esta manta que me tapa, que a mí no me llega ningún rayo".

En cuanto a mi fuente de energía, recuerdo que era como una tormenta marina con ahogamiento y revolcones, terminando con los ojos en órbitas. ¡Qué suplicio! Todo empezaba muy temprano, camino de la lechería de la Casa Azul. Como siempre colgado de mi abuela. Camino de tierra y piedras y arrastrando aquellas cantinas que me parecían gigantescas, llegábamos al establo donde el aroma repelía hasta a las cucarachas. Lo único interesante para mi futura formación musical era el sonido timbrado y agudo de ese alimento cayendo de la teta de la vaca, con fuerza y en forma de kamikaze a un cubo de latón. 

De vuelta a casa ya llevaba impregnado en la puerta de la nariz el provocativo olor a aquel líquido espeso y amarillento y lo peor, el aroma a caca de vaca.

Empezaba a sudar cuando esa leche soltaba las pompas de su hervido y porque quedaba poco para que me la inyectaran a presión por la boca. Me la servían en una escudilla enorme acompañada de un producto autóctono que inventaron los lugareños de las islas afortunadas, el gofio. 

Todo eso formaba un revuelto de grumos oscuros que me hacían recordar al olor de los excrementos que había visto anteriormente. Entre náuseas y golpes de tos, la única forma de ingerirlo era mediante una cuchara enorme de aluminio que a fuerza introducían en mi boca hasta que rozaba mi campanilla, por lo que, como de costumbre, lloraba más y vomitaba manchando lo que había a mi alrededor.

Entre tanto se oía el sonido grave y lento de Papá 

- ¡Tataaaaaaa! ¡Llévate de aquí a este merdellón!

El resto de las horas que tocaba alimentarse era peor. Todo era verde, o rojo, o amarillo, o negro y con tropezones. 

Mi abuela, a escondidas de mis padres, me trituraba aquellos potajes con la minipimer del momento; una especie de molinillo metálico que llamaban pasapuré.  Mi consuelo solo era que mi Tata siempre vendría siempre a mi rescate.

Un día me encuentro la casa desarmada. No había sillones, ni mesas y casi ni muebles. Sólo veía largos tablones colocados sobre burras, incluso en la azotea. Sobre ellos, platos con dulces, cuberterías, vasos y todo aromatizado con la mezcla del agua, la sal y las papas que hervían en las ollas. Me decían que había una boda. 

- ¡Algo está pasado y no me huele bien! 

Comenzó a abarrotarse mi hogar con una multitud de hombres encorbatados y mujeres disfrazadas. Se mezcló el olor a las papas arrugadas con perfumes que por supuesto no eran parisinos. Y en último lugar una mujer vestida de blanco y con velo. Seguidamente ese gentío gritaba con puntos desafinados y con sonrisas desbocadas 

- ¡Vivan los novios! 

Con apenas tres años volvía a tener otro fracaso. La novia era mi Tata y ya no tendría a nadie que me entendiera. 

Pero como Dios provee, esa misma noche, escuchando los acordes raspado de una guitarra y el canto de un bolero, descubrí mi salvación. Un hombre elegante, alto y con bigote, con una voz romántica y que acariciaba la guitarra como si fuera una mujer. No me lo pensé mucho. Me senté junto a sus piernas a disfrutar de bellas melodías y en vez de llorar, ya aprendí a tatarear. Él era un hermano de Madre, mi tío Isidoro, que trabajó siempre con Domingo el cura.

 

Fue el momento justo para iniciarme con las matemáticas. Los números del uno al siete eran los que usaba para restar o sumar. La idea era saber cuántos días quedaban para que llegara el sábado, o cuantos días habían pasado desde el último sábado. Y es que Isidoro, todos los sábados venía a casa, a media mañana, para ver a su mamá, mi abuela. Ella lo esperaba ansiosa y después de una colección de besos y abrazos, le preparaba un café o una copa de whisky. Yo también le esperaba ansioso. Me situaba frente a él y mirándonos a los ojos, con mucha complicidad, hablábamos mentalmente. Cuando él recibía la idea, sonreía, me picaba el ojo y le decía a mi mamá con su voz segura,......

- ¡Nataliaaaaa! ¡Me llevo al niño!

Luego me subía en un coche enorme de color blanco y nos marchábamos a pasear. Primero a una plaza, la plaza del Charco, donde había un parque de niños y luego a un bar donde él se reunía con sus amigos a hablar de cómo arreglarían el mundo. Ese bar era el Presidio. En medio de esa tertulia no faltaban las cuartas de vino y por supuesto, para mí, un vasito de casera de naranja.

Con los efectos de ese ambiente, mezcla de amistad, jaleo y alcohol, el final de las mañanas de sábado era lo mejor. El sonido estridente de la afinación de las cuerdas iba incitándonos a todos a mostrar calma y felicidad. Entre folias, malagueñas e isas llegaba la hora dos de la tarde y nos teníamos que ir, no sin antes el niño bonito de Isidoro, yoooooooooo, cantara alguna coplilla.

Y aquí termina el primer capítulo de Miércoles, y el Pregón de esta Semana Cultural.

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