Javier Quintero Pérez
Es un honor hacer el pregón de esta semana cultural, en el barrio que me
vio nacer, donde he vivido y donde han se ha criado mis hijos.
No me costó nada prepararlo. Hace años decidí escribir mis memorias
contando anécdotas divertidas y todas vividas con mis vecinos y en este lugar.
Escribiendo este libro, que lo titulo Miércoles, me di cuenta que la infancia
de los que hoy en día tienen más o menos, mi edad, fue una infancia envidiable.
Solo les leeré parte del primer capítulo. Para ello tenemos que situarnos entre
los años 1964 y 1970, e imaginarnos como era la vida y este lugar en esa época.
La situación eco nómica, geográfica y social del momento. Es mi historia, pero
es también la historia de cualquier niño y familia de esos años.
Los vecinos se conocían más por los apodos que por los apellidos, los
Reina, los braceros, los blanquitos, los gofios, los curitas, los carreros, los
podones, los cantares, los jarro, los paisas, los abejones, los chochitos, los
clarines, los colones, los cairoles, etc etc…. y yo no me quedo atrás, ¡yo soy
de los camineros!
El camino de la casa azul, el camino La Candelaria, el camino de la
Gúina, el camino que atravesado, todos estos de tierra, la carretera de la Vera
asfaltada o como decíamos empichada, y la calle nueva de adoquines hasta la
mitad. Todo esto formaba una gran manzana y un gran centro comercial que
seguramente otros barrios no tendrían.
Haciendo un recorrido por esta gran manzana, teníamos la venta de Don
miguel, la venta de Doña Juana, la pollería de Fani, la venta y bar de María
Cantares, el molino de gofio de Pepe, la venta y bar de Concha cantares, la venta de Antonio Viera, la lechería
de la casa azul y la que se vendía en la casa de Carmen y Avelino, la tienda de
ajuar de casa, muebles y souvenir de Doña Ángela y alguna más que se me escapa,
la fábrica de mármol, la carpintería de Pepe el Blanquito, la carpintería de Esteban
Padilla, la carpintería de José Luis y la de Chano en la Pesa, la cerrajería de
Vicente y Pepe el colón, el taller de bicicletas de Karl Kosky el alemán, la
barbería de Domingo, el taller de mi padre Santiago el electricista y se me quedarán en el tintero algunos negocio
más.
Teníamos un cine, la escuela de Doña lucita, la escuela de Don Benjamín,
la escuela de Doña Loreto y la escuela de Doña Tomasa, un centro médico de
urgencias Juan el manfora y para jugar al futbol, aparte del campo del Vera, teníamos
un estadio en el barranco y otro en el estanque de las arenas.
Una vez puesto en este ambiente, le cuento algo del primer capítulo que
antes les nombre y empieza fantasiosamente desde el momento en que estoy
naciendo. Como soy músico, todo va relacionado con ritmos y sonidos.
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Eran
las tres de la mañana y en el camino se oyó, ¡corre, corre! ¡Llama a Magdalena
la Reina, que Natalia va a parir! Esa era la matrona del barrio, Magdalena la
Reina. Ella vino tan rápido como pudo, y empezó su labor de partera. En esos
momentos se fue la luz y tuvieron que encender velas para ver por dónde iba yo.
Con
el sonido percutivo de un corazón, estiraba mis pequeñas piernitas para correr
lo más veloz posible y salir de esa burbuja en la que estuve encarcelado nueve
meses.
Nada
más nacer me cobijó la ternura con olores a hogar, a romero y a salvia, a
leyenda y sabiduría. Esta era mi abuela, con un nombre muy raro pero del que
ella estaba muy orgullosa, Javiera, la hija de Rosa Regina y esposa de mi
abuelo, Juan el caminero.
Entre
el olor a cera quemada y el encandilado reflejo que despejaba aquella
habitación se descubrió qué color sería el mío. Ante tanta alegría también se
respiraba algo de decepción. Siempre recordaré las palabras que me contaba mi
tía Concha de la familia Colón,
-¡Qué
pena me dio cuando tu padre dijo, joooo otro macho!” ……
Y
comienza un corto paseo de lágrimas en forma de cataratas. No hacía más que
llorara y llorar. El sonido y el ritmo del llanto ya era parte de mi formación
musical. No me aguantaba nadie. Estuve muchos meses bailando entre lágrimas. Me
agitaban intentando que me calmara creyendo incluso que llegaron a odiarme un
poquito. ¡Qué ingenuos eran todos! ….. y yo pasándomelo “pipas” con el bailoteo
y mis arrebatos. A todas estas, mi madre ya estaba gestando a otro bebé. Tenía
que darme prisa porque iba a perder mi reinado.
Llegó
la hora. La casa se revolucionó con el parto de Mami.
-
¡Que horror!. Han pasado de mí. – ¡Ehhh, que estoy llorando! – No me lo puedo
creer, encima es una niña. Así llego mi
hermana Maite, que sería mi pegoste, mi muñeco de juguete.
Desde
entonces se acabó mi protagonismo. A partir de este momento me llamaré como se
titula este libro, Miércoles. Ese día tonto de la semana, en el que todos
estamos cansados esperando al Jueves o Viernes. El día de en medio. Ese soy yo,
el de en medio, el raro.
Aun así seguía llorando y pasando de mano en
mano. Solo el sonido de Tata, mi tía Rosa, la costurera, me incitaba a parar. Ella me tomaba en sus
brazos cuando todos me despreciaban y me cantaba eso de ………”Viva San Andrés y
los pescadores, viva mi morena ramito de flores…..” Con esa melodía se calmaba mi ser en profundos sueños.
Creo
que el bailoteo y el canto Tata fue la matrícula del arte que descubrí aun sin
saber caminar.
Así
sigue mi niñez, viviendo en una casa que añoro, cubierta de tejas que contaban
historias y que por las noches me hablaban. Los crujidos de la madera que
soportaban mi cobijo formaban una tertulia que terminaba casi cuando la abuela
de la casa decía con un tono cariñoso pero altivo “veinte pa´ las ocho".
Aquel
patio se abarrotaba de niños, mis hermanos y los niños de los vecinos, formando
una gran familia. Mientras la escondidilla era parte obligada en aquel
imaginario kínder, las señoras limpiaban los restos que los rebaños de cabras
dejaban diariamente en el camino de tierras, baldeándolo con cubos y a mano.
Una vez realizado ese zafarrancho, nos obligaban a salir y continuar jugando
entre piedras, árboles y plataneras. Sin vigilancia alguna, gozábamos de una
libertad donde la vida de las redes sociales, ordenadores, teléfonos, etc, no
formaban parte de nuestro mundo. El entretenimiento de los niños era compartir el
tiempo con el juego del trompo, los coches de verga y los manufacturados con
latas de sardinas, jugando a ladrones y policías, al boliche, al futbol, y a
cualquier cosa que fuera peligrosa. En cambio, las niñas jugaban a la casita,
al tejo y no recuerdo nada más. En definitiva, no nos hacía falta una colección
de pilas ni electricidad para divertirnos.
Entre
tanto, se escuchaba en las casas el dulce canto de nuestras madres, que
interpretaban las canciones del momento, mientras realizaban las labores domésticas.
Nosotros
con nuestros pantalones cortos hasta los trece años, lloviera, hiciera frio o
no, teníamos tatuajes prácticamente fijos. Aquellas heridas en las rodillas y
morados en las piernas, roturas de dientes y cabezas agrietadas, y sin soltar
una lágrima o nos llevábamos el tratamiento psicológico del momento, la chola.
Detrás de un niño educado siempre estaba la chola de una madre
Estupenda
niñez llena de emociones donde cada día era especial y diferente. Llegaba la
tarde noche y nos tocaba el baño. Una bañera antigua, o una bañadera metálica
llena de agua a rebosar y varios niños enjabonados al mismo tiempo. Jugando con
la espuma y formando lo que un tiempo más tarde llamaríamos un jacuzzi.
Mientras, nos quitaban las nubes de espuma con un cubito de playa o una
escupidera.
Después
de una ligera cena y un ratito de tele, todos a la cama cuando aquellos típicos
dibujos animados cantaban: "Vamos a la casa que hay que descansar para que
mañana podamos madrugar". Y en fila como los enanos de Blanca Nieves a los
respectivos lechos.
Dos
en cada cama y yo a contar historias de miedo para asustar a mis hermanitos.
Ya,
cuando todos dormían, comenzaban mis tertulias con las tejas y con mis
imaginarios personajes. Sobre todo cuando había tormentas, que también hablaba
con los truenos y con las goteras que caían en los calderos y cubos que se
repartían estratégicamente por toda la casa, así como con los espejos que me
decían
-
"Miércoles, quítame que esta manta que me tapa, que a mí no me llega
ningún rayo".
En cuanto a mi fuente de energía, recuerdo que era como una tormenta marina con ahogamiento y revolcones, terminando con los ojos en órbitas. ¡Qué suplicio! Todo empezaba muy temprano, camino de la lechería de la Casa Azul. Como siempre colgado de mi abuela. Camino de tierra y piedras y arrastrando aquellas cantinas que me parecían gigantescas, llegábamos al establo donde el aroma repelía hasta a las cucarachas. Lo único interesante para mi futura formación musical era el sonido timbrado y agudo de ese alimento cayendo de la teta de la vaca, con fuerza y en forma de kamikaze a un cubo de latón.
De vuelta a casa ya llevaba impregnado en la puerta de la nariz el provocativo olor a aquel líquido espeso y amarillento y lo peor, el aroma a caca de vaca.
Empezaba a sudar cuando esa leche soltaba las pompas de su hervido y porque quedaba poco para que me la inyectaran a presión por la boca. Me la servían en una escudilla enorme acompañada de un producto autóctono que inventaron los lugareños de las islas afortunadas, el gofio.
Todo eso formaba un revuelto de grumos oscuros que me hacían recordar al olor de los excrementos que había visto anteriormente. Entre náuseas y golpes de tos, la única forma de ingerirlo era mediante una cuchara enorme de aluminio que a fuerza introducían en mi boca hasta que rozaba mi campanilla, por lo que, como de costumbre, lloraba más y vomitaba manchando lo que había a mi alrededor.
Entre tanto se oía el sonido grave y lento de Papá
- ¡Tataaaaaaa! ¡Llévate de aquí a este merdellón!
El resto de las horas que tocaba alimentarse era peor. Todo era verde, o rojo, o amarillo, o negro y con tropezones.
Mi abuela, a escondidas de mis padres, me trituraba aquellos potajes con la minipimer del momento; una especie de molinillo metálico que llamaban pasapuré. Mi consuelo solo era que mi Tata siempre vendría siempre a mi rescate.
Un día me encuentro la casa desarmada. No había sillones, ni mesas y casi ni muebles. Sólo veía largos tablones colocados sobre burras, incluso en la azotea. Sobre ellos, platos con dulces, cuberterías, vasos y todo aromatizado con la mezcla del agua, la sal y las papas que hervían en las ollas. Me decían que había una boda.
- ¡Algo está pasado y no me huele bien!
Comenzó a abarrotarse mi hogar con una multitud de hombres encorbatados y mujeres disfrazadas. Se mezcló el olor a las papas arrugadas con perfumes que por supuesto no eran parisinos. Y en último lugar una mujer vestida de blanco y con velo. Seguidamente ese gentío gritaba con puntos desafinados y con sonrisas desbocadas
- ¡Vivan los novios!
Con apenas tres años volvía a tener otro fracaso. La novia era mi Tata y ya no tendría a nadie que me entendiera.
Pero como
Dios provee, esa misma noche, escuchando los acordes raspado de una guitarra y
el canto de un bolero, descubrí mi salvación. Un hombre elegante, alto y con
bigote, con una voz romántica y que acariciaba la guitarra como si fuera una
mujer. No me lo pensé mucho. Me senté junto a sus piernas a disfrutar de bellas
melodías y en vez de llorar, ya aprendí a tatarear. Él era un hermano de Madre,
mi tío Isidoro, que trabajó siempre con Domingo el cura.
Fue
el momento justo para iniciarme con las matemáticas. Los números del uno al
siete eran los que usaba para restar o sumar. La idea era saber cuántos días
quedaban para que llegara el sábado, o cuantos días habían pasado desde el
último sábado. Y es que Isidoro, todos los sábados venía a casa, a media
mañana, para ver a su mamá, mi abuela. Ella lo esperaba ansiosa y después de
una colección de besos y abrazos, le preparaba un café o una copa de whisky. Yo
también le esperaba ansioso. Me situaba frente a él y mirándonos a los ojos,
con mucha complicidad, hablábamos mentalmente. Cuando él recibía la idea,
sonreía, me picaba el ojo y le decía a mi mamá con su voz segura,......
-
¡Nataliaaaaa! ¡Me llevo al niño!
Luego
me subía en un coche enorme de color blanco y nos marchábamos a pasear. Primero
a una plaza, la plaza del Charco, donde había un parque de niños y luego a un
bar donde él se reunía con sus amigos a hablar de cómo arreglarían el mundo.
Ese bar era el Presidio. En medio de esa tertulia no faltaban las cuartas de
vino y por supuesto, para mí, un vasito de casera de naranja.
Con
los efectos de ese ambiente, mezcla de amistad, jaleo y alcohol, el final de
las mañanas de sábado era lo mejor. El sonido estridente de la afinación de las
cuerdas iba incitándonos a todos a mostrar calma y felicidad. Entre folias,
malagueñas e isas llegaba la hora dos de la tarde y nos teníamos que ir, no sin
antes el niño bonito de Isidoro, yoooooooooo, cantara alguna coplilla.
Y
aquí termina el primer capítulo de Miércoles, y el Pregón de esta Semana
Cultural.
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