Salvador García Llanos
Pero si fue en los primeros días de junio pasado, o sea,
más o menos un trimestre desde que las imágenes –están frescas, pues-
sacudieron a la opinión pública mundial. Un ciudadano resultó vilmente
asfixiado por la rodilla en el cuello contra el suelo de un agente de policía,
mano en el bolsillo para adornar la hazaña. Una oleada de protestas recorrió
América del Norte. Y el mundo. Sirvió de poco. Bueno, el presidente del país,
Donald Trump, candidato a la reelección, tuvo que refugiarse en el búnker de la
Casa Blanca pues los manifestantes, mientras el departamento de seguridad se
temía lo peor, llegaron a las mismísimas vallas de los jardines de la sede
presidencial.
Ahora imágenes similares de caos, de incendios, de cargas
policiales, de brutalidad y de desórdenes circulan desde que un ciudadano
afroamericano fuese tiroteado por la espalda en Wisconsin al acceder a su vehículo
en cuyo interior estaban sus hijos. Impresionante. Como todo lo ocurrido –o lo
que está ocurriendo- con posterioridad. Los disturbios y las protestas raciales
se han multiplicado. Aunque en esta ocasión las más significativas han sido las
del boicot histórico que los profesionales de la NBA que se negaron a jugar en
la fase decisiva de la competición. No fueron los únicos: se sumaron a la causa
los componentes de las ligas de beisbol y los de la NFL, que regula el
campeonato de fútbol americano. Hasta la tenista japonesa, Naomi Osaka, mostró
su negativa a disputar las semifinales del torneo de Cincinatti. Hay
declaraciones alusivas de significativo valor, como las del vicepresidente de
los Bucks, Alexander Lasry: “Algunas cosas son más grandes que el baloncesto.
La postura de los jugadores y de la organización demuestra que estamos hartos.
Ya está bien. Necesitamos cambios. Estoy muy orgulloso de los jugadores y los
apoyaremos al cien por cien para ayudar y conseguir un cambio real”.
¿Qué ha cambiado y qué no? tal como titulaba en su portada
la revista Time de mayo de 1968, después de la muerte de Martin Luther King,
repetida en 2015 en reconocimiento a la lucha de Eric Garner, un horticultor
afroamericano, padres de seis hijos, estrangulado por la policía de New York
mientras vendía tabaco ilegalmente y le arrestaban. Idéntica primera cuando el
grave suceso de Minneapolis. En Usa, poco o nada, sería la respuesta, desde el
análisis frío de los hechos.
Los seguidores republicanos, mientras tanto, arropaban al
presidente Trump en su convención, de la que saldrá candidato a la reelección.
Habrán desgranado, como es habitual en las campañas norteamericanas, hasta las
diez plagas de Egipto en las que poco menos intervinieron los adversarios. Y
por supuesto, se sentirán orgullosos de su defensa armada con rifles y
pistolas. Seguro que algunos corazones latieron indolentes y otros lo habrán
hecho pensando en el porvenir de una gran nación a la que no basta el castigo
de la COVID-19 que ha sufrido y de qué manera, sino que sigue viéndose sacudida
por crímenes como los que nos ocupan, impulsados por la barbarie y la sinrazón
que avergüenzan a quienes los cometen y los padecen.
Claro que son abusos policiales. El grito que reivindica
justicia vuelve a resonar, a la espera de la paz que parece estar vetada a ese
pueblo. Pero no es el único mal. Un crudo análisis de The New York Times sobre
la realidad del país recobra vigencia a tres meses de la convocatoria
electoral. Desigualdad económica, sistema sanitario indefenso, arbitrariedad
policial y un creciente nacionalismo. Su traducción en un editorial: “Pobreza,
hambre, desempleo, disturbios, presupuesto devastado por la crisis y el poder
que apaga el fuego con bencina”. Normal que la ira y los peores sentimientos
humanos se desaten y se junten. La interrogante de Time tiene respuesta: Poco o
nada ha cambiado.
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