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lunes, 23 de julio de 2018

PLAYA


Evaristo Fuentes Melián

Frecuento una playa veraniega en el Norte de Tenerife; ahí hay gente de condición diversa, algunos se bañan todo el año. Observo a un abuelo andando con su nieto de corta edad que lleva una tabla de surf. El nieto la goza junto a este su abuelo condescendiente. Conjeturo ahora, que ese chiquillo jamás olvidará estos ratos felices de los veranos de su infancia, junto a un abuelo tan bonachón y atlético en su complexión física, con su barba pilosa que ya apunta a un blanco de senectud. Eso, seguramente, inspire aún más confianza al nieto, que se adentra en las olas de la orilla para mini surfear…

 Lo digo por experiencia propia, cuando en Martínez nos bañábamos en nuestra niñez y adolescencia. Si tocaba pleamar por las mañanas, lo hacíamos también en el charco de La Coronela, que ahora está ocupado por el muro de contención y el voluminoso monumento que Cesar Manrique estructuró en el extremo noreste de todo el complejo lúdico del Lago, con sus Alisios y sus palmeras plantadas al revés.

 Nunca vamos a olvidar aquellos veranos, sin más preocupaciones que nadar y guardar la ropa (valga el adagio) en la caseta que se sustentaba en cuatro palos plegables de madera fina y una tela de lona correosa que cada mañana plantábamos en medio de la arena.

Pienso—luego existo—que las chicas de ahora están mejor formadas y desarrolladas físicamente que las de antes, que las de nuestra edad, coetáneas, dicho finamente. Pero nunca olvidaremos los muslos de Mari, los senos protuberantes de Inma, el bañador de una pieza ceñido al cuerpo escultural veinteañero de Raquel, cuyo esposo era mayor, había ido al frente en la guerra ‘incivil’ y nunca la acompañaba al baño en la playa. Son recuerdos imborrables que provocaron el aditivo de nuestros primeros deseos sensuales y voluptuosos…

Las tardes las pasábamos cazando lagartos en los barrancos de la Villa. Fueron años muy felices en nuestra alborotada existencia.

Espectador

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