Evaristo
Fuentes Melián
Frecuento una playa veraniega en el Norte
de Tenerife; ahí hay gente de condición diversa, algunos se bañan todo el año.
Observo a un abuelo andando con su nieto de corta edad que lleva una tabla de
surf. El nieto la goza junto a este su abuelo condescendiente. Conjeturo ahora,
que ese chiquillo jamás olvidará estos ratos felices de los veranos de su
infancia, junto a un abuelo tan bonachón y atlético en su complexión física,
con su barba pilosa que ya apunta a un blanco de senectud. Eso, seguramente, inspire
aún más confianza al nieto, que se adentra en las olas de la orilla para mini
surfear…
Lo digo por experiencia propia, cuando en Martínez
nos bañábamos en nuestra niñez y adolescencia. Si tocaba pleamar por las
mañanas, lo hacíamos también en el charco de La Coronela, que ahora está
ocupado por el muro de contención y el voluminoso monumento que Cesar Manrique
estructuró en el extremo noreste de todo el complejo lúdico del Lago, con sus
Alisios y sus palmeras plantadas al revés.
Nunca vamos a olvidar aquellos veranos,
sin más preocupaciones que nadar y guardar la ropa (valga el adagio) en la
caseta que se sustentaba en cuatro palos plegables de madera fina y una tela de
lona correosa que cada mañana plantábamos en medio de la arena.
Pienso—luego existo—que las chicas de ahora
están mejor formadas y desarrolladas físicamente que las de antes, que las de
nuestra edad, coetáneas, dicho finamente. Pero nunca olvidaremos los muslos de
Mari, los senos protuberantes de Inma, el bañador de una pieza ceñido al cuerpo
escultural veinteañero de Raquel, cuyo esposo era mayor, había ido al frente en
la guerra ‘incivil’ y nunca la acompañaba al baño en la playa. Son recuerdos
imborrables que provocaron el aditivo de nuestros primeros deseos sensuales y
voluptuosos…
Las tardes las pasábamos cazando lagartos en
los barrancos de la Villa. Fueron años muy felices en nuestra alborotada
existencia.
Espectador
No hay comentarios:
Publicar un comentario