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martes, 10 de julio de 2018

DON CÁSTULO ( II )


José Sebastián Silvente

Por fin llegó el ansiado lunes. Se levantó una hora antes, para tener tiempo de preparar la indumentaria con la que sorprenderla y, después de un repaso a conciencia de toda su anatomía, se decidió por la cazadora de algodón beige que le regaló su hermana un día de cumpleaños, y que según sus compañeros le daba un aspecto más jovial. No sin antes… ¡diantre! tener que hacer desaparecer una impertinente y osada mancha que delataba un imperdonable descuido, tiempo atrás, de la que no se había percatado, y que podía echar por tierra su adolescente y pulcra figura. Así que corrió como una bala a la cocina, en donde guardaba un manual de trucos caseros, regalo de su hermana, en el que había mil y una maneras de eliminar manchas de todo tipo.  Dale que te dale, suda que te suda, consiguió por fin borrar la huella acusadora y se calmó. Al fin iba a hacer realidad todo lo que había estado pensando durante ese interminable fin de semana. Se sentía alborozado, gozoso, exultante… ¡Qué de cosas le diría! ¡Qué de poemas le escribiría! La historia no tendría más remedio que incluir en sus anales a un nuevo romántico. El Parnaso habría de ceder un sitio preeminente a un nuevo poeta, envidia de Espronceda, Zorrilla y Bécquer, ¿a mayor gloria de su amada…de su amada?  ¡Vaya por Dios! No sabía cuál era su nombre. Pero, seguro que sería un nombre de acuerdo con su alcurnia, belleza y donaire: Beatriz… Laura… Carlota…

Ufano abrió la puerta, entró en el ascensor y, mientras bajaba, un aluvión de versos acudió a su cabeza, como una lluvia nacarada de estrellas:

“Callas en tu silencio, pero estás clavada en mi silencio.

No sé qué es lo que callas, pero cala en mi corazón sediento que vuela en pos de tu silencio, y calla, con labio boquiabierto.”

Saludó tan efusivamente al portero, que éste no daba crédito a lo que veía y oía:
- ¡Buenos y desatribulados días, Pascual! Tiene usted el honor de contemplar, en rigurosa primicia, el nacimiento gozoso para la posteridad del más celoso amante y el más humilde siervo de dama tal que cuanto más presto la sirve, más presto siente cómo se eleva su alma a las ignotas cumbres doradas del Olimpo. Pues nunca en tiempo atrás surgió un amor, como en este tiempo de ahora, en el que un devoto adorador dispuesto a dar la vida está, ¡si lo manda su señora!

¡Y allá va nuestro Werther, camino de la gloria! ¡Allá va nuestro Quijote, camino de la inmortalidad!

Por cierto, inmortal lo tuvieron que considerar quienes lo vieron esa mañana en la calle, muy cerca de su casa. Y es que, como sucede a veces con algunas almas tan elevadas como la que él tenía, que, de tan elevadas, andan más por los espacios siderales que por la madre tierra, aconteció que, al cruzar la calzada para dirigirse a la parada del autobús, no reparó en la furgoneta que venía por su derecha y, aunque el conductor se dejó media suela del zapato en el freno, no pudo evitar atropellarlo. Y don Cástulo cayó al suelo, tan mal herido, que a poco deja en evidencia lo de “inmortal”. Por un momento todo su fantástico universo se vino abajo y sólo acertó a emitir graves ayes y desgarrados lamentos: ¡Ay… ay….ay, mísero de mí,  ay, infelice!! (Se notaba que había leído el soliloquio de La vida es sueño).

-        ¡Adiós quiméricos sueños, de gloria decorados!, Gritaba nuestro poeta,
¡Adiós mi dulce amada, sin nombre, ni nombrada! Se lamentaba nuestro trovador.

¡Oh, vida ingrata!... ¿Qué mal te hice yo, para que así me maltrataras? ¿Por qué privas al mundo de un alma enamorada? Exclamaba nuestro juglar.

¡Decid a mi señora que muero… por amarla! Aseguraba nuestro caballero.

Los que allí estaban y oyeron tales exclamaciones pensaron que el pobre deliraba a causa del tremendo golpe recibido y temieron por su vida.

-        ¡¿Pero, qué es lo que ha pasado?! ¡Se me ha echado encima! ¡No me ha dado tiempo de frenar! Hombre de Dios ¿¡Cómo ha estado usted; en qué iba pensando!?  Gritaba el conductor aterrorizado. Ustedes son testigos de que yo venía por mi sitio y me fue imposible evitar el atropello. Se me echó encima.

-        ¡Qué lástima de hombre, Señor! Se lamentaban unas señoras que iban a misa. Hay que llamar a un médico; ¡a una ambulancia!

-        ¡Pobre hombre, una persona ejemplar, que jamás ha tenido una palabra más alta que otra con nadie y que le pase esto decía don Rafael, un vecino del barrio, Es un milagro si todavía sigue vivo!

-        No me explico cómo podía ir tan distraído, con lo cabal que era para sus cosas, decía Sole, la del supermercado, que acababa de abrir, El chico iba por su sitio y D. Cástulo se la ha metido debajo, sin mirar por dónde cruzaba.

-      Ya me ha parecido a mí algo raro cuando lo he visto salir tan atolondrado hace un momento. Se ha pasado todo el fin de semana hablando en voz alta y cantando, cosa que no le había oído en todo el tiempo que llevo aquí, decía el portero, visiblemente perplejo.

-    Si quieren yo puedo llevarlo al hospital, que me viene de camino, se ofreció un señor con bigote, que había detenido su coche.

-       No, no conviene moverlo de donde está. Puede ser peligroso. Lo mejor será esperar a la ambulancia y el coche de atestados, que ya han sido avisados decía otro señor en tono firme, que denotaba autoridad.

A los pocos minutos llegaron la ambulancia y el coche de atestados. Despejaron el lugar y pusieron al herido en una camilla.  Después de comprobar su estado lo inmovilizaron e inmediatamente después lo trasladaron al hospital. El chofer y algunos vecinos tuvieron que quedarse para declarar. El portero y Sole fueron los encargados de informar a los familiares y al vecindario de lo que había ocurrido:

-  Es muy posible que no se diera cuenta. Aunque es un hombre muy concienzudo, últimamente se estaba comportando de manera extraña. Dios quiera que no sea nada grave, aunque, con el golpe recibido… No sé cómo no le ha matado, la verdad, volvió a lamentarse el portero.


Estuvo nuestro herido dos días en la Unidad de Cuidados. Le diagnosticaron politraumatismo, sobre todo, craneoencefálico. Además, era evidente que habría de ser intervenido de una pierna y un brazo. Al cabo de tres semanas la suerte le acompañó y su evolución se hizo patente. Así que decidieron trasladarlo a planta. Daba verdadera pena verlo allí postrado, tan demacrado y prematuramente envejecido, con un pijama que, la verdad, no le favorecía en absoluto. Apenas probaba bocado y había dejado de emitir palabra alguna.
Durante el tiempo que tuvo que permanecer ingresado hasta su total recuperación recibió las visitas de familiares, vecinos y compañeros. Pero como no hablaba apenas y persistía en su tristeza, se hacían bastante tediosas y cortas porque, entre otras cosas, pensaban que el enfermo necesitaba tranquilidad y todo lo demás sería perturbarlo aparte de que no sabían muy bien qué le pasaba.

Pasado un mes y medio le dieron el alta hospitalaria y le pronosticaron que debía guardar, al menos, uno más de reposo relativo. Una vez en casa, empero, se presentaba un problema: Su estado suponía un cuidado constante, además de haberle quedado algunas secuelas de las que le llevaría mucho tiempo recuperarse.

Su hermana, por aquello de la sangre, decidió que ella se encargaría de todo, sin prever las consecuencias que esto le acarrearía, como así sucedió: Pasados unos días tuvo que reconocer que tenía descuidada su casa y a su familia, además, el transporte le suponía otro problema añadido.  De manera que sugirió a su hermano la posibilidad de llevarlo a vivir a su casa durante su convalecencia, pero él no parecía estar de acuerdo y no mostraba ningún interés en moverse de allí.

De vez en cuando, doña Engracia, que era viuda y vivía puerta con puerta, iba a echar una mano, pero la pobre, ya entrada en años, más que una ayuda era todo un engorro. De ello podían dar fe la vajilla y la cristalería, cada vez más despiezadas, y el cambio de sal, por azúcar que algunas veces vertía en el café. Sole le subía a diario algún zumo con galletas, aunque eso, obviamente, era bien poco y Pascual, por su parte, se prestaba para todo aquello que buenamente sabía, a la vez que otros vecinos del inmueble.

Tampoco aquello cubría las necesidades de don Cástulo. Necesitaba cuidados las veinticuatro horas del día.

Se pensó en Inés, la señora que iba a limpiar dos veces por semana, pero, la verdad es que no disponía de más tiempo, ya que tenía que atender a tres hijos y un marido, pensionista de invalidez. Así es que, en asamblea, se llegó a la conclusión de que había que buscar a alguien para que lo atendiera como era debido. Mientras tanto se encargarían entre todos, como buenos vecinos, de que el enfermo no estuviera desatendido.

Pero pasaban los días y no se daba con la persona idónea para tales menesteres. Don Cástulo, por otra parte, no mostraba signos de mejoría, pues apenas comía y permanecía en un estado de melancolía que lo iba consumiendo por momentos: pálido, delgado, demacrado… una verdadera pena. Don Lope lo visitaba de vez en cuando y le mandaba algún reconstituyente para animarlo, pero sabía muy bien que lo que el enfermo necesitaba era recobrar las ganas de vivir y para ello las medicinas no servían de gran cosa.

-      ¡Vamos don Cástulo, tiene que procurar comer más y distraerse! le decía. ¡No me explico cómo una persona tan sensata como usted se obstina en este comportamiento tan pueril! ¿No comprende que, de seguir así, va a caer en un estado vegetativo del que nos vamos a lamentar todos? Tiene que entender que un accidente le puede ocurrir a cualquiera; que nadie está libre de ello: hoy le ha tocado a usted y mañana puede tocarme a mí. Además, dé gracias a Dios por haberle conservado la vida y su integridad física.  Peor hubiera sido que le hubieran tenido que cortar una pierna o un brazo. Las secuelas que le han quedado curarán con el tiempo. Lamentándose y castigándose no gana nada y la vida, por otra parte, y aunque le parezca lo contrario, merece la pena vivirla y hacer proyectos en la medida en que uno pueda, para evitar que la gente que le quiere sufra. Debe salir, por tanto, de estas claustrofóbicas cuatro paredes y dejar que lo cuiden como usted necesita.

No cabía duda de que don Lope tenía conocimientos de psicología, que ponía, con la mejor voluntad, al servicio de su estimado paciente. Éste escuchaba, o eso parecía, con sumo estoicismo las filípicas de su “Demóstenes” pero lo único que el enfermo emitía eran una serie de suspiros y balbuceos, tan sentidos, que hacían llorar hasta a las piedras.

Su hermana estaba muy preocupada de ver el rumbo que estaban tomando los acontecimientos y temiendo lo peor lo comentó con su marido, a fin de llevarlo a casa costara lo que costara, ya que estaba convencida de que una temporada en el campo sería el remedio que lo curaría, a lo que éste asintió.

Al día siguiente habló a su hermano de esta manera:

-   ¡Ay Cástulo, hijo mío, mírate cómo te estás quedando en los puros huesos, sin ningún color en la cara y tan demacrado que pareces un cadáver! ¡Ya no se sabe dónde tienes los ojos, de tan hundidos!  ¿No ves que, de seguir así, vamos a tener que ir pronto a tu entierro y estás en la flor de tu vida? (Eso lo decía para animarlo) ¿Qué problemas tienes que no se puedan resolver, para que mantengas esta actitud de muerto viviente en la que estás?

Sabrás que he hablado con Agustín y te vas a venir con nosotros a casa a recuperarte. Y ¡Ay de ti como te niegues! ¡Olvídate de que tienes una familia que te quiere y que está sufriendo por ti! Yo ya no puedo hacer más de lo que hago, que tengo mi casa y mi familia abandonada y ello me va a costar un disgusto.

Ante estas palabras tan desgarradoras de su hermana don Cástulo reaccionó y, con los ojos húmedos, le dio a entender, apretándole el brazo con su mano, que accedía a lo que le pedía.  María, entonces, prorrumpió en ruegos y plegarias:

-        ¡Alabado sea Dios! Ya verás cómo te repones con el aire puro del campo y con los guisos que te haré, como los que preparaba mamá, y que tanto te gustaban.  Ahora vamos a preparar todo lo necesario y llamamos a un taxi para que nos lleve.

Estaban en esta plática cuando entró Pascual, para ver si podía ser útil en alguna cosa.

-        ¡Bendito sea Dios Pascual, dijo María, Mi hermano se viene con nosotros a casa! ¡Me lo acaba de decir hace un momento y vamos a preparar su equipaje ahora mismo!

-        Eso está muy bien, apuntó el portero. Me alegro por usted, y por usted también, don Cástulo. Tiene que hacerle caso a su hermana y tirarse una temporada en el campo. Se va a poner como un toro, ya lo verá, y pronto le volveremos a tener con nosotros.  ¡Que le queda aún mucha vida por delante! Y si ustedes nos lo permiten – dirigiéndose a María – iremos Sole y yo a hacerles una visita algún que otro día.

-        ¡Faltaría más! le contestó ella. Ustedes tienen las puertas de nuestra casa abiertas para lo que quieran, que sabemos cuánto aprecian a mi hermano.  Además, quedan invitados un domingo a comer un arroz que…ya verán, ya…

-        Bien, pues entonces… ¡Ea; manos a la obra!

Ayudaron al convaleciente a cambiarse de ropa y metieron en la maleta lo que estimaron oportuno. Llamaron a un taxi y se despidieron de los vecinos:

-        ¡Adiós don Cástulo; cuídese mucho y que le veamos pronto por aquí!

Una vez en el campo lo instalaron en la habitación más confortable, la que daba a medio día, y le prodigaron toda una suerte de atenciones, dignas de un rey.

Llegados a este punto hemos de convenir, de esto la historia es testigo, en que, cuando el hombre no está sometido al yugo impositivo del trabajo y tiene todo el inconmensurable tiempo del mundo a su disposición, pueden darse dos vertientes: Que, debido a la inanidad del pensamiento, libre de presiones neuronales, se desemboque en una mera existencia de ameba, o que, debido a  un acto volitivo, dependiente de su universo interno, se pongan en funcionamiento los surcos cerebrales, provocando la efervescencia de un pensamiento crítico e introspectivo  y se desemboque, a su vez, en el mar de la sabiduría, habida cuenta de que, sólo a través de ella, se produce, indefectiblemente, la elevación del espíritu y la sublimación total del ser. Y algo parecido a esto último fue lo que experimento don Cástulo en el tiempo de su convalecencia.

A medida que pasaban los días se hacía evidente una notable mejoría, a decir de la familia y de los vecinos que se acercaban a visitarlo.  Lo encontraban más animado y comunicativo. Y era cierto. Participaba activamente en los temas de conversación y, algo infrecuente en él, reía a menudo. Todos estaban sorprendidos por ese cambio súbito experimentado.

-  Estaba segura de que esto sería lo mejor para su restablecimiento comentaba María. Si no lo estuviera viendo, no me lo creería.

-        Es cierto, mamá, apuntaba David, el otro día fuimos hasta la presa y tío Cástulo estuvo muy ameno, charlando con la gente.

No cabía la menor duda de que, evidentemente, don Cástulo se había propuesto afrontar la vida con otro talante. Sobre todo, tomaba más decisiones: Se levantaba temprano y, a pesar de la leve cojera que aún le quedaba, ayudaba a su hermana en las labores domésticas. Hacía pequeñas tareas en el huerto, pequeñas reparaciones… Pero lo más importante era que dedicaba más tiempo a sí mismo. Esto lo llevó a hacer un somero recordatorio de algunos aspectos de su vida.  Recordaba a su padre, un hombre con un alto sentido de la responsabilidad y el deber, autoritario, pero no violento, amante de su familia y, como él, parco en palabras. Su madre, una mujer religiosa, más extravertida e imaginativa, pero su gran aporte es que servía de báculo en donde se apoyaban todos a la hora de tomar decisiones de peso. Su hermana había sido siempre muy voluntariosa y madura, para su edad… ¡Cuántas veces había delegado en ella responsabilidades a las que él no se atrevía a hacer frente! ¡Cuántos secretos inconfesados entre los dos! Le venían a la memoria los años del internado… Los castigos de los que se libraba por no decidirse a defender a los compañeros cuando la ocasión quizás lo hubiera requerido. Y no era por cobardía, lo que ocurría es que le faltaba ese punto de decisión que siempre le acompañó.  Por esa y otras razones no había ninguno que se considerara enteramente amigo suyo y no cultivó, por tanto, la amistad.

Otro tanto le había ocurrido con las mujeres que aparecieron en su camino: Caía bien al principio, debido a su educación y sus modales, pero, pasado un tiempo quedaba en nada, por la anodina forma de proceder que había estado manteniendo toda su vida y, con ello, perdía la posibilidad de aprendizaje que todos necesitamos para proyectar un futuro compartido y saludable. Lo significativo de ahora era que ya no se conformaba con aceptarlo como algo irremediable. No sería más una víctima del destino. Estaba dispuesto a esforzarse al máximo para enfrentarse a cualquier contingencia que la vida le deparara. Tenía que aprender a liberarse de la tiranía de los prejuicios y los “Debo de…” “Tengo que…” También de las indecisiones que, en los momentos cruciales, le habían atenazado, impidiéndole una realización personal exitosa.

Estaba en disposición de retomar todas estas carencias con el fin de mejorarlas, de forma cabal y vehemente. Quería que sus relaciones sociales fuesen más efectivas en todos los aspectos. Le pediría orientación a D. Lope, para que le indicara cómo tomar clases de asertividad, si fuera preciso, a fin de conseguir tal propósito.

Se hizo más consciente de que, quizás el episodio de hacía unos meses no fue más que un espejismo, producto de su imaginación, un amor a primera vista; un amor párvulo, impulsivo… que nada tenía que ver con el amor adulto. Alguna vez había oído o leído que el amor maduro es aquél en el que, el acto de la voluntad de decisión, de querer dedicar toda la vida a otra persona, se va conformando a través de una existencia en comunión, desde el conocimiento y el respeto mutuo, cuya base es: “No te quiero porque te necesito; te necesito, porque te quiero”

Es posible, por tanto, que lo que motivó que su imaginación se desbordara en aquella ocasión fuera el estado de tremenda soledad, huérfana de afectos que arrastraba, y de la que fue consciente esos días, en que ella apareció en su vida, y que volvió a hacerse patente aquél interminable y tormentoso fin de semana en el que necesitaba tanto su presencia. También pudo haber sido, por qué no, que aquello fuera un sentimiento más noble que la mera necesidad; que su sola presencia le hubiera provocado una vivificante liberación emocional carente de egoísmo y, aunque su raciocinio lo traicionó debido al escaso bagaje acumulado en las artes amatorias, sin embargo, había algo que se resistía dentro de él a bogar a la deriva.

Quería poder compartir todo aquello que, sin duda, llevaba dentro y que había tenido secuestrado tanto y tanto tiempo. Ahora entendía perfectamente que en toda situación pueden darse múltiples premisas que no había contemplado: Que aquella actitud de ella, origen de todo su “maremágnum” emocional, no implicaban necesariamente ningún deseo o atracción o que él infiriera tal vez un interés inexistente. No tenía ninguna prueba que demostrara la veracidad de lo que, erróneamente, su alocada imaginación tomó como incuestionable. Podía ser incluso que estuviera casada, en cuyo caso todas las pasiones desatadas tendrían que remitir por fuerza a la temperancia de la mesura; a la gélida región de la cordura y la necesaria función de la racionalización.

Estos razonamientos, empero, le provocarían en adelante el estado de ecuanimidad suficiente para abordar cualquier posible situación análoga a aquella que pudiera presentársele, e ir alcanzando con el tiempo el éxito personal que tanto necesitaba.

En una posterior revisión le dieron el alta médica, a pesar de las pequeñas secuelas en la pierna que, aunque le habrían de impedir hacer algunas funciones rutinarias, no le inhabilitaban sin embargo para su trabajo. Así que reunió a su familia y, después de manifestarles, no sin que se le humedecieran los ojos, su más sentido agradecimiento por las inmerecidas atenciones recibidas y las muestras de cariño que jamás podría devolver en su justa medida, les comunicó que se marcharía dentro de dos días, pues tenía que incorporarse al trabajo el lunes siguiente, para el que faltaban cinco.

Camino de su casa, indicó al taxista que parara unas manzanas antes de llegar, a fin de comprar algunos regalos para Pascual, Sole y doña Engracia. Era media mañana y Pascual, que estaba ordenando el correo, lo recibió con muestras de júbilo:

-        ¡Dichosos los ojos don Cástulo, le veo estupendamente…imagino que ya está usted repuesto del todo!  Esta mañana llamó su hermana y me dijo que venía usted; que ya le habían dado el alta, de lo cual me alegro. Permítame que le ayude con la maleta…

-    No, muchas gracias Pascual, ya puedo yo. Siga usted, por favor, con su tarea. ¡Ah!, le ruego que acepte este obsequio como prueba de mi agradecimiento. Luego iré a visitar a Sole. Ahora voy a ordenar todo esto, que el lunes tengo que volver al trabajo.

-   Como usted diga. A propósito, ya me he cuidado de que su casa no estuviera desatendida. Inés se ha encargado de que esté como siempre.

Después de distribuir ropa y enseres se tomó un descanso para acomodarse a la nueva situación. Dejó fluir sus pensamientos y así estuvo durante un largo rato.  Luego bajó a ver a Sole, quien le manifestó su alegría por el restablecimiento. Tras departir someramente acerca de su convalecencia y estado de sus secuelas, se fue al restaurante más cercano para almorzar.

Por la tarde visitó a los vecinos, quienes celebraron la buena nueva.

El fin de semana lo dedicó a ordenar algunas cosas y preparar lo necesario para el lunes.  Al mismo tiempo visualizaba lo que sería en adelante su vida cotidiana, con los cambios que se había propuesto hacer, y se sintió bien por ello. Por unos momentos trajo a su pensamiento qué es lo que pasaría si volviera a verla; cómo reaccionaría. Estaba seguro de que ya no sería rehén de nada y que la situación se desarrollaría con la normalidad que la sensatez requiere.  No obstante, y de una manera objetiva, reconoció que era una mujer que no le había dejado de ser indiferente; que no le importaría en absoluto, llegado el caso, comunicarle su intención de llegar a formalizar una relación con ella, porque estaba seguro de que sería capaz de afrontar cualquier acontecimiento, por difícil que fuera, que la vida pudiera presentarle. Quería, ahora sí, darse la oportunidad de compartir con alguien el futuro al que tenía perfecto derecho.

Por la mañana salió de su casa y después de saludar a Pascual se encaminó hacia la parada del autobús. Tenía una sensación entre apacible y nerviosa, no en vano habían pasado más de tres meses y tenía que empezar a poner en práctica todo lo que había estado madurando y analizando durante ese tiempo. Subió al vehículo, saludó y se acomodó en el sitio acostumbrado.  El trayecto transcurría tranquilo, como siempre: unos chicos que iban al instituto, una señora mayor acompañada de otra joven, que llevaba un niño en brazos... Aparentemente todo seguía igual: el paisaje, los edificios, las personas que solían subir en las diferentes paradas…

Cuando quedaba poco para llegar donde ella solía subir no pudo evitar sentirse emocionado y algo nervioso: ¿La vería de nuevo? ¿Volvería a repetirse aquel episodio?  “Me gustaría volver a verla” se dijo, “No sólo por el hecho en sí, sino también porque eso me supondría un reto inmejorable para estar seguro de que puedo enfrentarme convenientemente a cualquier situación como la pasada.”

Faltando algunos metros, ladeó la cabeza y miró hacia donde estaban los pasajeros que se disponían a subir. “¿Estará ella?” se preguntó, pero no pudo distinguir bien, debido a la distancia y la neblina.  Notó como el corazón le latía algo acelerado, pero eso entraba dentro de lo normal y no hizo caso, pues estaba preparado para afrontar ese reto.

Cuando al fin paró el autobús, fue reparando en los que subían… Ella no subió; no estaba. Recorrió nuevamente con la vista el entorno inmediato: las calles, la gente, las aceras… definitivamente no estaba. Hizo un esfuerzo por respirar profundo, para que esa situación no le provocara ansiedad. Se sintió calmado.

Iniciada de nuevo la marcha, no pudo sustraerse a volver la cabeza hacia atrás en un último intento por ver si aparecía. Sus ojos recorrieron todo el perímetro de alrededor y sólo divisaron la carretera alejándose. Echó una última mirada al interior del autobús, con la esperanza, quizás, de que no se hubiera percatado de su presencia y apareciera allí sentada en algún lugar, pero su ausencia se hizo totalmente evidente. Quedó pensativo, como ausente. Todos los acontecimientos del pasado volvían de nuevo a su mente, como si no hubiera mediado tiempo entre el ayer y el hoy. Pero ya no sentía latir con fuerza su corazón, como queriendo estallar, ya no le invadía esa zozobra que tan familiar le había sido en otros tiempos.  Ahora había aprendido a relajarse, había aprendido a defenderse de todos los pensamientos irracionales, a los que había dado cobijo durante toda su vida. Se sentía más seguro…  más capaz.

Mientras el autobús se alejaba, toda esa amalgama de pensamientos iba diluyéndose a la vez que en su cara fue apareciendo una expresión de serena aceptación.  Una leve sonrisa, apenas perceptible, acompañó a su mirada que, poco a poco, se fue perdiendo en la nada.

MONOGAMIA, POLIGAMIA, POLIAMOR

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