Juan Calero Rodríguez
Llega abril azorando el frío como cada año y volvemos a celebrar el Día del
Libro, ese amigo que con tantos brazos nos desbroza la maleza y nos despeja la
mente. Se repiten las ferias del libro por toda la geografía nacional; las
rebajas en las librerías intentando vender alguito más; las lecturas públicas a
la primera página, pero solo a la primera página, no más que a la primera
página de El Quijote, o Don Quijote de la Mancha o El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha, o como quieran llamarlo, por parte de políticos, figuras
del espectáculo y presidentes de organizaciones sociales. Se convocan concursos
de cuentos entre los niños y jóvenes de las escuelas e institutos, algún que
otro escaso regalo de libros, etc. Abril se abre a la primavera, la luz y los
libros. Qué lindo es el mes de abril, ¡todos nos felicitamos por el día del
libro!
Ni porque se conmemoran cuatrocientos años de la muerte de Miguel de
Cervantes el 22 y William Shakespeare el
23 de abril vemos nada especial para su celebración, ni por la UNESCO, ni por
el Ministerio de Cultura de España, ni por la Consejería de Cultura del
Gobierno de Canarias. Óigame, no se conmemoran todos los días cuatrocientos
años de la muerte de los dos grandes de la literatura inglesa y española.
Este año debió llamarse ‘Año Internacional de la Literatura’ y celebrarse
desde enero hasta diciembre.
Volvamos sobre el párrafo inicial:
Ahora cuando más se publica, cuando las editoriales salen de debajo de
cualquier piedra como negocio emergente, cuando las redes sociales han
abaratado la polaridad existente entre el escritor y los lectores, cuando
cualquiera se auto edita, incluso, sin gastarse un duro, gracias a ese invento
del micro mecenazgo mal escrito y peor pronunciado ‘crowdfunding’; el vendedor
de libros se queja de que nadie los compra, mientras que el escritor va tocando
puerta por puerta con un par de ejemplares debajo del brazo poniendo en apuros
a vecinos y amistades. La verdad es que cada día se lee menos o nadie lee. O
mejor dicho, solo leemos las banalidades que comparten nuestros amigos en
Facebook.
Desde hace años me llaman a integrar el jurado de algún concurso de cuentos
escolares. Hace un rato acabo de realizar mi trabajo minuciosamente por esta
vez. De aquella cantidad de niños que competían tiempos atrás, ahora solo se
presentan muy pocos trabajos, hay categorías que dentro del sobre solo hay un
trabajo y de otras categorías, ni sobre entregan. Cabe pensar y podemos
justificarlo que con la crisis económica evitamos tener hijos como antes, que
los medios anticonceptivos han llegado para quedarse, que por lo tanto
desciende cada año la demografía nacional, que España envejece, que la
infertilidad masculina desciende debido a la alimentación y los malos hábitos.
Todo eso es cierto, pero también es cierto que la calidad de los trabajos
ha descendido tanto, que ya no tienen ni un fisco. La dificultad actualmente no
es elegir el mejor de los trabajos, sino a cuál trabajo elegimos.
El papel de maestros y profesores encauzando ese rebaño dónde queda. No se
revisa ni redacción, ni ortografía, ni la madurez de lo que se escribe. El
maestro o maestra es solo parte del hilo conductor entre el niño que quiere
participar y los miembros del jurado. Apenas difiere un cuento de un niño de
tercer curso que uno de noveno.
El ayuntamiento organiza el concurso para rellenar sus actos, entrega la
convocatoria a la dirección del centro, éste a los maestros, éstos le dicen a
los alumnos que hagan un cuento antes de tal día, el que quiere lo entrega, y
así sucesivamente vuelve al inicio y de ahí a las manos del jurado.
Y para qué participamos como tal, basta con ver la carita de esos niños
cuando escuchan su nombre y se acercan a recoger su reconocimiento en el acto
de premiación.
Mientras los niños, cada vez más pequeños portan un móvil cada más grande,
con más aplicaciones, con los cascos más estrafalarios a los oídos haciéndose
un selfie. Es el regalo de Reyes y cumpleaños más generalizado. Y que se
entretengan viendo Salvame!
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