Víctor Yanes
¿Somos verdaderamente reales cuando hablamos a través del
precario altavoz de las redes sociales?, ¿alguien conoce forma más cómoda de
expresar estados de opinión que salvaguardando la identidad física y real, esa
con la que nos movemos o nos deberíamos mover con naturalidad en nuestras
relaciones con los demás?
Paradójicamente, nuestra sociedad valora sobremanera la
sinceridad y, sin embargo, la mentira se practica a gran escala desde los nada
ejemplarizantes altos mandos del poder, está tan mal considerada como la
homofobia, el racismo, la violencia de género u otras atrocidades que, en
cambio, se fomentan socialmente, por la ignorancia cuasi militante y por la falta
de la más elemental instrucción. Pero claro, siempre nos quedará el Facebook,
tabla de salvación para emitir rugidos guturales del más bajo nivel y sonoras
parrafadas seudopolíticas, propias de soldados, cien por cien adheridos a una
causa religiosa, a una fe sin límites que no permite la discrepancia ni el
pensamiento divergente.
Sorprende, que sean estos feligreses y toda su liturgia de
contundentes acusaciones vía Facebook y vía Twitter, los que digan sentirse
perseguidos o señalados, cuando cualquier grotesco exabrupto expulsado
representa una clara y evidente muestra de mal gusto, aplaudida, sin fisuras,
por una pléyade de nefastos seguidores de toda la infame zozobra. No podemos
seguir así y urge, de manera perentoria, una reflexión, sin pasiones ni acaloramientos.
Me atreveré a realizar un pequeño abordaje de la delicada
cuestión.
1. Esconderse, igual que cobardes digitales, detrás de la
red social para descargar la fuerza de la furia contra todos o contra una
parte, puede descubrirnos, en su propia amargura y en su recalcitrante soledad,
a unos seres anónimos que no sabrían mantener dignamente sus aseveraciones si
el contexto del desencuentro político fuera otro. Tenemos, por lo tanto, ante
nosotros, una forma más de cristalización del fracaso de la comunicación humana
y, lo que es peor, de la libertad de expresión.
2. La dificultad supone un reto, es casi un premio, una de
las más relevantes joyas de la evolución humana desde una perspectiva psíquica
o individual o colectiva, en tanto que nos obliga a salir de nosotros mismos
para entablar contacto con los demás. Sin embargo, en tiempos como los
actuales, sumamente grises, si al plástico residual de la belleza aparente, le
sumamos todo el postureo de la falsa modernidad que se hermana con el dramático
vaciado de la democracia, ¿qué tenemos? Masas humanas de operadores que,
exclusivamente, creen en sí mismos, en sus poco argumentados criterios.
Opinadores ilusos que piensan haber alcanzado la breve gloria de un hallazgo
ideológico irrefutable. No lo olvidemos nunca, democracia y empatía son
hermanas gemelas redescubiertas. Una sin la otra o por separado no tienen
sentido mínimo de utilidad práctica. La democracia está prácticamente vacía de
contenido y la inmensa mayoría de personas que se despachan ampliamente en las
redes sociales contra el todo o contra una parte, han contribuido decididamente
a ello.
3. El altavoz precario de las redes sociales emite, no en
pocas ocasiones, fatales interferencias de bajas pasiones. El “artilugio
Facebook” y el “artilugio Twitter” son maravillosos escenarios para el
histerismo de toda índole, especialmente para el histerismo político, acérrimo
enemigo del lenguaje y del análisis. Naturalmente, no soy partidario de
engrosar la lista de defensores de la censura. La censura, es esa antigua y
obsoleta desautorización que proviene de algún estamento mal llamado “regulador
de la convivencia” y que actúa como un padre vigilante. La censura no arroja
luz ni aporta ninguna solución viable. Empeora las cosas.
Pero los censores de este país llamado España, no se dan
cuenta. Son torpes, mojigatos, atropellados ellos mismos en su limítrofe
inteligencia, no saben, no caen en la cuenta de que el “artilugio Facebook” y
el “artilugio Twitter”, significan casi una bendición para ellos. La derecha
económica, la derecha política controla la mayor parte de los medios de
comunicación. La derecha tiene un poder aplastante en España. Maneja los mandos
de la torre de control mediático, donde se elaboran los grandes estados
emocionales que condicionan la voluntad colectiva, por ejemplo, la del votante
que deposita su papeleta en una urna. En cambio, la izquierda, ¿dónde está?
Toda esa enorme masa social enfurecida, ¿dónde está?, ¿en el bar?, ¿en los
estadios de fútbol? No, está en las redes sociales. Nos hemos conformado con
las redes sociales. Ellos tienen el poder, nosotros las redes sociales. Nueva
prueba de victimismo histórico y de visión inocente y netamente simplificadora
de la izquierda que se autodenomina transformadora. Somos tan rematadamente
ridículos y conformistas que ahora muchos internautas, muy activos en las
redes, se quejan amargamente cuando ven recortado su “derecho” al insulto o al
grito primitivo de rabia. Sí, señores, nos hemos conformado y hemos participado
de la ridiculización de la libertad de expresión, haciéndola descender hasta
tan bajos estadios subterráneos.
Hemos muerto, sepultados bajo esa gigantesca alienación que
es el mundo digital. Nos guste o no, necesitamos ser honestos con nosotros
mismos si lo que pretendemos es cambiar realidades que, amargamente, nos
disgustan. Estamos atrapados, pendientes de la materialización de nuestro sordo
cabreo político, que nos impide, por efecto del exceso y la desmedida, la
organización, atrofiando la capacidad de movimiento y de acción.
Hemos rechazado inconscientemente el debate, porque el
debate implica respetar al otro y aprender a escucharlo y eso es un trabajo
demasiado engorroso e incómodo que, además, no entronca con la cultura de la
inmediatez.
La derecha ha triunfado amigos, nos ha ganado la batalla
cultural por escandalosa goleada. Ellos querían llevarnos hasta este extremo de
paroxismo e histeria, de desmembración de nuestro propio discurso. Hemos caído
en la trampa. Siempre nos quedará el Facebook y el Twitter, tablas de salvación
para emitir simples rugidos guturales del más bajo nivel y sonoras parrafadas
seudopolíticas.
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