Salvador García Llanos
En Madrid han debatido esta semana sobre las 'fake
news', noticias falsas, un mal de nuestro tiempo que no es fácil contrarrestar.
La ciudadanía, los habituales consumidores de información están cada vez más
desconcertados. Ya dudan, no saben a qué atenerse con los riesgos de un gato
por liebre cada vez más acusados ya sea en forma de propaganda con ropajes de
información o con contenidos sesgados pretendientes de finalidades perversas.
El caso es que asistimos a un gran teatro de la
desinformación, a una función que se alarga y en la que algunos parecen estar
muy cómodos mientras muchos espectadores/receptores no saben si asisten a una
farsa. En el fondo del escenario están el debate público y la propia
democracia. Casi nada: según los datos que maneja la Unión Europea (UE), dos de
cada tres ciudadanos tienen ante sí, cada día, una noticia falsa; en tanto que
el ochenta por ciento de los europeos admite que las noticias falsas
representan un problema para la democracia.
La UE, con los antecedentes obrantes, tendrá que
reaccionar ante la proximidad de las elecciones al Parlamento Europeo del
próximo año. Sí, se puede pedir una legislación comunitaria orientada, con su
propio régimen sancionador, a frenar o impedir la desinformación y
contrarrestar los discursos y las conductas radicados en el populismo y en el
odio, aunque, a más corto plazo y en planos estrictamente periodísticos, parece
claro que la autorregulación es la mejor manera de afrontar estos factores que
alteran la realidad y producen unos efectos muy dañinos en la opinión pública.
Directores de medios europeos reunidos en la
capital del Reino han planteado que es indispensable profundizar hasta averigüar
quiénes son los ideólogos y los distribuidores de las noticias adulteradas,
única manera de robustecer la fiabilidad de la información y la seguridad para
sus consumidores, evitando, de paso, alimentar la ceremonia de la confusión y
las falacias. Han hablado, en ese sentido, de vertebrar un frente común contra
las que llaman noticias contaminadas, conscientes de que hay que apoyarse en
hechos, verificar y disponer de datos y soportes contrastados para ofrecer una
información ajustada y rigurosa.
Cierto que también hay que procurar un pensamiento
crítico entre los destinatarios de la información que ejercen su derecho a
recibirla con garantías y libre de impurezas y tendenciosidad. Y hasta las
corporaciones tecnológicas tienen también que implicarse: no pueden ni deben
contribuir a la difusión de contenidos perversos.
Por tanto, una tarea ambiciosa de las partes,
informantes e informados, para unos sanos objetivos porque, a este paso,
conviene acabar con esa interrogante: ¿quién se cree qué?
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