Iván López Casanova
Afirma Gregorio Luri, con tino, que los padres
actuales tienen a los niños «más vigilados que nunca», pero que en sus labores
educativas «están perplejos». A la vez, con un poco de sorna, registra algo que
puede parecer paradójico: «El día que la aventura en el bosque fue sustituida
por el juguete didáctico, la humanidad dio un pequeño paso para atrás.
Curiosamente, rodeados de juguetes, nuestros niños con frecuencia se aburren».
Pues bien, gran parte de esta aparente
contradicción tiene que ver con la afectividad espiritual, porque muchos padres
y madres −equivocadamente− protegen en exceso a sus hijos de miles de problemas
externos y no saben cuidar, en cambio, algo valioso, frágil y muy expuesto en
los tiempos que corren: su afectividad espiritual interior.
La afectividad, de hecho, posee un papel
fundamental en la configuración de nuestro mundo: no solo hacemos lo que
pensamos y lo que queremos, sino lo que nos gusta. Y «hay que educar a las
personas para que les guste lo que les conviene, lo que es afectivamente
elevado y rico», afirma el filósofo Juan Manuel Burgos.
¿Cómo se educa la afectividad? Son importantes los
razonamientos –formar la inteligencia− y el logro de virtudes para llevar a la
práctica el comportamiento adecuado; pero lo que resulta crucial, afirma
Burgos, es «conseguir que la persona experimente las emociones adecuadas para
que se vincule afectivamente a ellas y las introduzca en su universo
axiológico», en su mundo ideal de valores.
Para entenderlo mejor: en un hogar donde, por
ejemplo, se vivencia la emoción de la navegación, se cuentan aventuras
marineras y se espera con júbilo la llegada de las vacaciones para salir en
barco, los hijos estructurarán su mundo interior con gusto hacia todo lo
relacionado con el mar para toda la vida. Pues en el mundo moral, intelectual y
vital ocurre lo mismo. Si en una familia se vive un ambiente moral e
intelectual elevado, los hijos se contagian de esa formación, y así
estructurarán su mundo ético y sus ideales.
Por tanto, hay que diferenciar bien el mundo
externo e interno del niño. Respecto del externo, una pediatra francesa,
Françoise Dolto, explica con claridad que el niño no debe ser colocado en el
centro, sino en la periferia, para que pueda contemplar el mundo de los
adultos. Sin esto, nunca tendría ganas de crecer pues le sería más cómoda «su
posición como ombligo del mundo bajo las faldas de su madre». En suma, evitar
el exceso de mimos, la sobreprotección.
Pero en lo relativo a su mundo interior, a su
afectividad, cuanto más los cuidemos, mejor. Porque viven en un mundo lleno de
violencia que les llega por todas partes: colegio, sociedad, televisión,
internet, etc. En consecuencia, resulta fundamental el ambiente de afecto de la
familia. «Hay que quererse para mostrar qué es quererse», declara Gregorio
luri. Y también: «La principal lección que pueden dar los padres a sus hijos es
la manifestación de su amor mutuo».
De modo contrario, cuánto daña la afectividad de
los hijos si ven a sus padres discutir o tratarse mal. Y puede romperse su
delicado mundo afectivo si en la familia se escucha una mentira −al hablar por
teléfono, por ejemplo− o si se consiente una ligereza moral o si se bromea con
cuestiones de fidelidad conyugal en una conversación o al aparecer en la
televisión. Todo esto puede destrozar su frágil afectividad espiritual, como
planta que está empezando a nacer.
Por último, Luri insiste en que cada familia debe
esforzarse por poseer «un estilo moral propio del que, además, nos sentimos muy
orgullosos», porque los hijos saben que «trasmitimos nuestros valores como
trasmitimos la gripe, por contacto».
Educar la afectividad depende de crear un ambiente
familiar de alegría y afecto indestructible, envuelto en un clima ético e
intelectual elevadísimo. Y defender la intimidad de los hijos de la violencia
moral ambiental.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario