Víctor Yanes
(Carta dedicada a mi estimado amigo, César Gil)
La importancia de tener padre. El padre es una de las figuras fundamentales
del largometraje de la existencia. El padre protector del que sientes, con la
suerte que a veces es caprichosa y esquiva, su aliento fresco de apoyo.
Admito que, posiblemente, estoy hablando de una relación de dependencia
amorosa como sí, por una normal consecuencia del propio curso de la naturaleza
humana, necesitáramos imperiosamente ser correspondidos por la autoridad
presente y sentida del padre amoroso y perfecto. Pero como la perfección del
sueño no existe, es preferible abandonar el remotamente factible diseño
desproporcionado de nuestras propias fantasías. Es ésta, aunque cueste
entenderlo, una inteligente forma de llegar a sentir el amor en nuestras
relaciones, igual que algo digno de reconciliación y comprensión de la
existencia del otro, al que amamos.
Mi padre biológico, que murió hace unos años y por el sigo sintiendo y
sentiré hasta que yo mismo desaparezca un amor tan difícil como brillante y
cercano a lo que podemos entender como auténtico, me enseñó, de una forma muy
disimulada y poco didáctica, a sentir amor por los libros. Era un hombre
lacónico, poco dado a explicar de forma clara sus propósitos. Se limitaba a
decirme: “Leer es bueno y digno”, “Leer para tener criterio propio y que no te
manipulen”, “Ser culto es bueno”.
En casa hubo libros siempre y mi padre biológico, que era un hombre
idealista, soñador a su manera y sentimental, todo ello bien oculto detrás de
su impenetrable máscara de tipo duro y soberbio, fue la primera persona que
puso los firmes cimientos de mi curiosidad por leer. Esa, indiscutiblemente,
fue su gran obra educacional, que no es poco.
Luego, a lo largo de mi vida, han ido apareciendo padres, otros padres,
otros hombres como padres, pero nada de padres cabrones que te imponen el
rígido autoritarismo y posterior muerte por aplastamiento. Todo lo contrario,
he tenido la suerte de conocer a padres tiernos, manos cariñosas que han
confiado en mí y uno de esos padres no biológicos, pero grandes en su cálida
compañía es César Gil: trabajador de RTVE, de dilatada experiencia que leía a
poetas reconocidos y a otros tantos anónimos en el “Rincón de los poetas”,
espacio nocturno de RNE, que se emitía allá por el año 2000.
Envié unas poesías, animado por el gozo del atrevimiento y pensé que, con
suerte, mis versos viajarían a través de las ondas radiofónicas. Reconocía nítidamente,
en mi inquietud, un repentino golpe de trascendencia, tonto e infantil
posiblemente, pero enormemente significativo para mí, en aquel asfixiante
momento de mi vida, a mis 25 años, atribulado frecuentemente con algún asunto
de difícil comprensión. En medio de mi confusión personal, surgió la voz de
César Gil que, en magistral interpretación, leyó dos poemas recientemente
escritos.
Aquel momento fue de una conmoción puramente romántica. Puedo afirmar, sin
temor alguno a equivocarme, que aquella lectura de mis poesías en los
micrófonos de RNE representó el comienzo del fin de mi triste sensación de
ostracismo y soledad. César Gil, padre poético, me cogió de la mano y me sacó
al mundo, que no es poco.
Aún recuerdo con cariño el día en que César llamó a mi casa, a la casa en
la que vivía y que era la casa familiar de mis padres. Llamó al teléfono fijo
(que yo le había enviado en mi carta), eran los albores del siglo XXI,
estábamos en las previas tecnológicas de la era móvil y el rubor todavía estaba
permitido. El teléfono lo cogió mi madre y César le dijo que iba a leer unas
poesías escritas por mí en un programa de radio y, creo recordar, que también
le dijo algo así como que tenía una buena base de poeta en ciernes y que le
gustaba mucho lo que escribía.
Cuando regresé a casa, mi madre, con reconocible estupor y sorpresa me
preguntó -¿Desde cuándo escribes? Llamaron de RNE, nada menos, y van a leer
unas cosas que has escrito-. Recuerdo el intenso calor de mi sonrojo, la
timidez como sentimiento perdurable y pesado mezclándose con una profunda
satisfacción y gratitud hacia él. Por aquel entonces, yo era el clásico
muchacho tímido que escribe en soledad y esconde lo que escribe.
César Gil es mi padre poético, el que me inició en el grato trabajo de salir
de la cueva. Mientras disfruto y escucho mi poesía en su voz de perfecto
rapsoda, me voy dando cuenta de la importancia de aprender a transmitir y
comunicar la obra escrita. Mi relación con César es reveladora y crea una nueva
situación emocional desde la que empecé a crecer.
Luego, años más tarde, y con motivo de un viaje de placer que hice con mi
pareja a Madrid, le conocí en persona. Puse, por fin, cara a aquella voz como
si de una cita a ciegas se tratara y todas mis buenas expectativas fueron confirmadas;
agradable sencillez, buen humor y algunos gestos de evidente hombre de
carácter, determinante en sus opiniones. Estuve en su casa de Madrid, en su
despacho y particular biblioteca, sintiéndome rodeado por unas paredes que
rezumaban orgullo profesional e historia.
A César lo llevo conmigo, yo desde Canarias y él desde Madrid, su Madrid,
su compañía de teatro, su Academia de las Artes Escénicas de España, su
brillante trayectoria en RTVE y fuera de ella, su humildad de aprendiz siendo
ya un maestro… Eso es lo que me impacta, eso es justamente lo que admiro. Yo
quiero maestros de los que poder aprender, yo quiero hombres que me enseñen a
ser humilde. Yo, que soy el alumno perpetuo siempre de algo y que a mis casi 42
años, continúo sintiéndome tan joven como cuando él, mi querido César Gil, leyó
los versos de mis primeros poemas por primera vez.
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