Evaristo
Fuentes Melián
En enero de 1976 hacía dos meses que Francisco Franco había fallecido; no había transcurrido
en España tiempo suficiente todavía para que la democracia se
institucionalizase o al menos se llamase así teóricamente el cambio de régimen
en evolución incuestionable e imparable.
A principios de enero del 76, después de un
viaje cruzando en avión DC10 el Gran Charco, el Océano Atlántico, me desplacé a
Caracas. El Gobierno venezolano estaba en aquel momento pregonando solemnemente
la nacionalización del petróleo; pero la gente de la calle, sin ir más lejos el
camarero que me atendió en el bar del aeropuerto, no estaba ni mucho menos
confiado en que iba a producirse ese tipo de nacionalización; y, medio en broma
medio en serio, me comentó que él lo que quería es que le dieran su parte del
petróleo, para él administrarlo a su modo. Por su corta experiencia vital, no
se fiaba ya de sus gobernantes de dudosa reputación, ni de cómo iban ellos a
administrar aquella riqueza del <Oro Negro>.
Uno de mis amigos emigrante residente allá,
me llevó al día siguiente a las afueras de la capital caraqueña, paró el coche
en el arcén de una autopista y me dijo solamente: “fíjate, mira con
atención…”
Mi vista no salía de su asombro. En una
extensión similar al Valle de La Orotava, de este a oeste, desde Santa Úrsula
hasta Icod el Alto, el territorio estaba llenito de chabolas, lo que ellos
llaman <ranchitos>. Con sus bafles, altavoces y equipos de sonido y
televisión, pero con <techos de cartón>, como reza una canción de Los
Sabandeños con letra de Mario Benedetti.
Queridos lectores: aquello no ha cambiado;
ahora mismo, cuando escribo estas líneas,
Maduro y Guaidó se desgañitan como niños peleones en autoproclamarse
<Gobierno Legítimo>, pero las chabolas que yo visioné hace más de
cuarenta años siguen en pie.
Espectador
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