Salvador García
Llanos
La primera
referencia que tenemos de Alfredo Pérez Rubalcaba es la de una intervención
suya en un debate televisivo cuando una dura huelga general de estudiantes en
1987. Fue llamativo descubrirle con una inconmensurable aportación discursiva
de aplomo y serenidad, pero, sobre todo, de sensatez, mientras el encono y la
crispación apenas dejaban entrever alguna salida al conflicto, amenizado por un
poco célebre personaje llamado popularmente Jon ‘el cojo Manteca’. Alfredo,
entonces secretario de Estado de Educación, acreditó dominio del lenguaje y
tratando con una cercanía tolerante a los líderes estudiantiles, empezó a
desmontar la huelga esa misma noche confirmando, si la memoria no es infiel,
que se mantendría la convocatoria de los exámenes de septiembre y que no
subirían las tasas por encima del 5 %, porcentaje del incremento de precios al
consumo (IPC) de entonces.
Las circunstancias
quisieron que coincidiéramos personalmente, algunos años después, en el Palacio
de La Moncloa, cuando él coordinaba las reuniones de los asesores de
comunicación de los ministros de Felipe González. Nos hacía intervenir a todos.
Qué capacidad la suya para condensar y sugerir luego la acción o el mensaje
político correspondiente. Hablaba con alto grado de conocimiento de los medios
canarios. En los pasillos de las Cortes contrastamos que todo el mundo
respetuosamente se refería a él como ‘Rubal’.
Luego hubo
oportunidad de trato directo, al acceder a la Delegación del Gobierno en
Canarias, primero como jefe de gabinete de José Segura Clavell y luego como
titular de aquélla, cuando le sustituimos. Siempre fue sensible con las islas.
Le era tan fácil evocar los nombres de diputados y senadores y hasta de
veteranos militantes socialistas como plantear alguna alternativa a los
problemas que eran de su competencia. Su temple y su visión de Estado fueron
determinantes para modular la aspiración de Coalición Canaria de contar con una
policía autonómica. Queden para las memorias personales, si algún día ven la
luz, los episodios y las conversaciones que mantuvimos entonces en el ejercicio
de los cargos, ya en la época de Rodríguez Zapatero, como vicepresidente y
ministro del Interior, siempre atento, siempre solícito. Con su jefe de gabinete,
Gregorio Martínez, entablamos también una cordial y fluida relación.
Recordaremos
siempre a este químico, metido a político de altas responsabilidades, como un
gran comunicador, como un hombre cercano, artista de la dialéctica, a quien
estarías escuchando horas sin cansarse. Le atribuían dotes de astucia, de
maquiavelismo, en cualquier proceso negociador. Pero era, sobre todo, humano:
le vimos con lágrimas en los ojos cuando el proceso de paz en Euzkadi, cuyo
papel fue decisivo para su materialización.
Nos quedará su
talento y su talante. Su estatura política. Su integridad. Una generosidad de
la que hizo gala incluso a la hora de marcharse: cuando se retiró de la
política, quiso volver a sus orígenes y se enfundó la bata de profesor para dar
clases de nuevo en la facultad de Ciencias Químicas. Rector, profesores y
alumnos estaban encantados con su reincorporación y su manera de ser y de hacer
política, la que ayer admiraban compañeros y adversarios. Sus testimonios
acreditaban que había sido un purasangre político: racionalidad, rigor,
respeto, tolerancia, habilidades...
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