Salvador
García Llanos
El
fútbol español se está viendo sacudido, pese a las reservas y al tratamiento de
la prensa especializada, por la desarticulación de una red en la que,
presuntamente, operaban jugadores y dirigentes, para amañar resultados de
determinados encuentros y producir ganancias en el ámbito de las apuestas.
Hasta los países asiáticos llegaban los efectos de esta perversa metodología.
Se habla de mafia, con toda propiedad. Cierto que no es la primera vez y que en
otras latitudes ya probaron de los nocivos efectos de estas prácticas a las que
se quiso poner fin con sanciones ejemplarizantes. Incluso la Liga de Fútbol
Profesional (LFP) española ha dispuesto algún protocolo y medidas preventivas
orientadas a evitar estas evidentes irregularidades que, por cierto, terminan
sabiéndose. Y cuando ello ocurre, es consecuente el escándalo y que el asunto
termine en los tribunales ordinarios de justicia.
Hay
que ser conscientes del daño que se le causa al fútbol, al deporte. Estos
irresponsables e inescrupulosos se permiten manipular los sentimientos más
nobles de una competición, de unas aficiones, de otros muchos deportistas. Una
manipulación cuyo alcance aún no es conocido del todo. Sinvergüenzas: se ponen
de acuerdo para alterar el desarrollo de un partido y generar unas ganancias
adulteradas. Lanzan un disparo a la línea de flotación de la credibilidad de
miles de personas, de seguidores, de jugadores y hasta de los apostantes
mismos. Cualquier confrontación futbolística, por muy clara que parezca a la
hora de pronosticar, parece amenazada.
En
el deporte, el fraude debe estar en cualquier parte, en cualquier categoría,
seriamente penalizado. Quienes con estos comportamientos, corruptores y
corruptos, van contra la limpieza, contra la resolución natural en las canchas,
solo merecen desprecio, además de las penas que correspondan. Es una práctica
inasumible. Se ve que hay un negocio sustancioso y unos cuantos se están
beneficiando de manera ilegal. Las apuestas siempre levantaron suspicacias y en
algunos momentos históricos, en otros países, hicieron tambalear sólidas
organizaciones y rendimientos económicos. En la literatura y en el cine hay
pruebas de ello. Que la policía prosiga su trabajo de investigación y búsqueda,
en tanto fiscales y jueces se van preparando para que caiga todo el peso de la
ley sobre los desalmados. Y las autoridades deportivas, tan directas o
exigentes en casos de dopaje, deben revisar también sus propios códigos con tal
de impedir comportamientos reprobables que ensucian los valores deportivos.
Porque
queda mancha, claro. Aún se recuerda en cierta localidad norteña de Tenerife el
amargo trance de un resultado amañado en un encuentro de categoría regional. No
han podido limpiarla. El fútbol cayó allí de tal manera que, pese a los
vaivenes competicionales, nada volvió a ser igual.
Ahora
parece probada la existencia de una organización en la que -es lo peor-
figuraban profesionales que se prestaron a las irregularidades. Desde el punto
de vista ético, una indecencia. Difícilmente reparable. El deporte, precisamente,
necesita siempre de conductas que lo enaltezcan, no de prácticas y vicios que
lo echen a perder. Por eso hay que ser contundentes y condenar sin reservas
unos hechos que, debidamente probados, significan un fraude, un engaño
ilimitado. Pobres aficionados de los equipos envueltos en esta trama. Quién o
quienes le devolverán la ilusión, sobre todo si las sanciones deportivas
comportan pérdidas de categoría o similares. A la espera de que caigan, que
tomen nota quienes pudieran sentirse tentados por unas ganancias fáciles cuyas
causas apenas se noten. El paso del tiempo es implacable y más tarde o más
temprano, si se desvían de los cauces naturales, se terminan sabiendo.
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