Salvador García Llanos
El paisaje urbano del Puerto de la Cruz presenta
algunos impactos negativos. Por momentos, hasta pudiera parecer el verso del
poeta cubano Silvio Rodríguez: “La ciudad se derrumba...”. Pero sería injusto
generalizar: hay zonas y núcleos donde prevalece una conservación más que
aceptable y donde el esfuerzo de propietarios o promotores debe ser ponderado.
Ocurre que ese estado de cosas, ruinas o deterioro visibles, se prolonga tanto
en el tiempo que afea el tránsito cotidiano. Es cuando surge la visión resignada
que poco o nada sabe de las causas de tanto abandono pero que duele y que no
deja siquiera soñar con que algún día, cuando las voluntades se fundan con
capacidad de gestión, habrá otra cara. Y el patrimonio y la personalidad
urbanística y los atractivos para residir o pasear ganarán enteros.
Años y años, en efecto, paseando por el corazón
turístico de Martiánez para toparse con el antiguo hotel del mismo nombre y el
edificio Iders, en su momento reflejo del desarrollismo, dos pruebas claras de
la desidia y de la impotencia. Es fácil deducir las consecuencias.
El centro tiene también sus puntos negros. Los
contrastes cuando finalicen las obras de remodelación de algunas vías o se
afronten actuaciones futuras serán evidentes. La Casa Sol y la Casa Iriarte son
dos ejemplos, entre las calles Zamora y San Juan, a los que se podría añadir la
Casa Ventoso, sede del antiguo colegio de los padres agustinos. En la calle
Blanco, inmuebles y solares abandonados, en uno de los cuales residió el
alcalde ilustrado, José Agustín Álvarez Rixo. El cierre prolongado, durante
décadas, de la antigua sede de Hernández Hermanos, cruce con Doctor Ingram y
antesala de la plaza del Charco, ha generado una evidente imagen de abandono.
A medida que pasan los días, aumenta el desgaste
de la antigua estación de guaguas que alberga una generosa plaza pública. La
incertidumbre de su destino es predominante. ¿Qué hacer ahí, cuál es la
finalidad más provechosa? En las cercanías, por cierto, en la calle Peñón, una
vía de penetración, se siguen apreciando en una antigua casa las huellas de un
accidente de tráfico.
En la periferia hay otros casos. De la
rehabilitación de la Casa Amarilla, con sus valores históricos y culturales,
nunca más se supo. Y de la Casa el Robado, tras el incendio que la devastó,
tampoco. La restauración definitiva de la Casa Tolosa se ha demorado
sensiblemente, tras los intentos de la Administración de recuperarla y darle
algún destino. En el límite del término municipal con Los Realejos, zona de La
Vera hay también edificaciones visiblemente deterioradas. En Las Cabezas, de
intensa circulación rodada, hay una franja o hilera de casas ruinosas. El suelo
resultante bien debería dar lugar a alguna planificación que sirviera de
soporte a una actuación ejemplarizante: estamos en un punto esencial de acceso
o salida de la ciudad. En el sector Las Dehesas, igualmente, hay pruebas de un
paisaje urbanístico dañado y abandonado. Y ya puestos, en Punta Brava, alguien
debería alumbrar alguna idea sobre el antiguo centro asistencial Santa Rita,
junto a la iglesia del mismo nombre. A saber en qué condiciones está la
titularidad de ese inmueble. Fue cerrado a raiz de un incendio. El templo sigue
abierto al público.
En fin, este breve recorrido -seguro que hay
otros impactos, especialmente en casas y chalets de propiedad privada- se palpa
que la ciudad, sin derrumbarse, necesita de iniciativas e impulsos para poner
punto final a prolongadas imágenes reales de abandono. En un destino turístico,
no deberían existir.
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