Evaristo
Fuentes Melián
Hay
quienes van de viaje de placer, y lo pasan mal por alguna circunstancia
imprevista. A mí me pasó tal cosa en una ocasión, y en vez de callármela, como
suelen hacer todos los afectados, se las cuento a continuación, queridos
lectores. Yo estuve en la isla italiana de Capri. Fui a celebrar los 25 años de
casado, mis bodas de plata. Con mi
esposa, por supuesto; no como en el cuento del lepero que fue él solo porque no había dinero para ir los dos…
Fuimos
con un grupo de arquitectos y aparejadores, de Canarias, de la Península y de Italia. Las conexiones
marinas desde Nápoles a Capri son abundantes, y nos montaron en una especia de
jet foil para llegar a la isla. La isla de Capri tiene dos pueblos, uno arriba
en la montaña y otro abajo en la costa, de unos cuatro mil habitantes cada uno.
Al de arriba fuimos en una guagüita desvencijada. Pero lo peor fue cuando nos
desplazamos a una cueva marina, típica, de ‘visita obligada’, en una barca de
16 personas, y luego en una lanchita de cuatro... Yo, valgan verdades, ya iba
acongojado, ¡me cago en diez! La lanchita de cuatro era tan pequeña para poder
entrar a la jodida famosa cueva marina.
Y hay que esperar a que baje la marea.
No obstante, tuve que agachar la cabeza ‘pa’ que no me rozara en el techo
rocoso de la entrada de la cueva y dejarme allí buena parte de mi pelo y su
cuero cabelludo correspondiente. ¡tremendo pánico! Dentro estaba todo oscuro,
con antorchas y cuatro gondoleros palurdos, en sus respectivas lanchas,
cantando en plan romántico pero sin ganas y desafinado, algo italiano,
"¡Torna a Sorrento!”, y cosas así… Pero lo que yo más quería en aquel
momento, queridos lectores, era ‘tornar’, ¡regresar a tierra firme! Con decirles que, para más inri, me caí al
pasar de la lancha grande a la pequeña, está dicho todo. Menos mal que caí
¡dentro de la lancha! La otra pareja son
conocidos güimareros y se rieron a carcajadas. Hay fotos que lo atestiguan,
pero nada más. ¡Qué rato más desagradable pasé, carajo!
Espectador
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