Salvador Gracias Llanos
El gobierno municipal del Puerto de la Cruz quiere
privatizar (gestión indirecta de un servicio o bien de titularidad propia) el
complejo turístico “Costa Martiánez”. Amplios sectores de población no están de
acuerdo con la medida: son los más identificados con un espacio emblemático,
santo y seña de la oferta turística de la ciudad y lugar de disfrute de
numerosos vecinos, a los que hasta hace poco se bonificaba el acceso a las
instalaciones.
Pero este gobierno, pretextando la salvación de los puestos
de trabajo y la necesidad de mejorar la gestión del complejo poniéndola en
manos privadas, dice que se concesiona administrativamente, sí o sí. Por eso
suprimió las bonificaciones, sin importarle que, de ese modo, se alejaba a los
portuenses de una de sus cosas más queridas. Por eso quiere que, en agosto, lo
más tardar, se ponga el punto final a la gestión directa. Como si la indirecta,
es decir, la privada, fuera una garantía de mejores prestaciones y de más
calidad.
Hasta que se consume el proceso -sujeto a un concurso
público, suponemos- se van produciendo algunos hechos que, cuando menos, llaman
la atención. Por ejemplo, según parece, una empresa concesionaria de parte de
los servicios del complejo se ha declarado insolvente y es otra la que adquiere
su accionariado. Queremos pensar que la operación se ha hecho bajo escrupulosa
legalidad.
Pero lo lógico es que el Ayuntamiento -recordemos, por
enésima vez, titular lo dueño de la instalación- estuviera al tanto de la
operación y en aras de la transparencia y de la defensa de los intereses
generales y patrimoniales del municipio, ya hubiera informado del alcance de
esta curiosa y circunstancial transacción, siquiera en sus órganos. Como desde
la fiscalización que debe hacerse de la gestión del gobierno no ha trascendido
nada, queremos pensar que eso no ha ocurrido. Con lo que estamos ante un
extraordinario caso de opacidad en la gestión de los recursos públicos. ¿Es
beneficiosa la operación para la hacienda municipal, para la ciudad? Siquiera
con valor anecdótico: la nueva empresa ya ha reemplazado hasta los logos y
alguna señalética. ¿Puede hacerlo, con qué autorización ha contado? ¿Lo sabe la
fundación César Manrique? Alguien tendrá que explicar por qué han ocultado o
sellado el nombre del complejo. Y para que quede claro: nada se tiene en contra
de las empresas que legítimamente aspiren a crecer y quieran demostrar su
capacidad. Pero hay que ser exigentes con ellas cuando van a gestionar lo
público, lo de todos.
¿Y qué hacemos con
los trabajadores? Ahora mismo, debe haber unos sesenta adscritos a
Pamarsa, la empresa pública municipal prácticamente en proceso de disolución -a
menos que la rentabilidad de la explotación de aparcamientos lo frene-;
veintiuno procedentes de la firma Tarajal que ganaron un contencioso ante la
jurisdicción laboral que falló a favor de los empleados y condenó al Ayuntamiento
a su readmisión; y unos diez directamente dependientes del propio Ayuntamiento.
Lo lógico sería que las representaciones sindicales y los comités de empresa
-si los hubiere- ya estuvieran recabando información sobre su futuro y
reivindicando estabilidad en el empleo. Pero cabe dudar de lo lógico conociendo
los antecedentes. Acaso andarán más preocupados en otros menesteres. Y se
respeta, si esa es la actitud. Pero que sean conscientes de que pueden correr
una suerte muy negativa. Recordemos que en procesos similares anteriores,
cuando por activa y por pasiva se hablaba de que los puestos de trabajo estaban
plenamente garantizados, a las pocas semanas se estaba evaporando tal
seguridad.
A todas estas, habrá que incidir en el proceso de concesión
administrativa. Apuntemos, por un lado, que debe estar a punto de caducar la de
la Demarcación de Costas; y por otro, que el gobierno local ya debe haber
madurado el pliego de condiciones que regirá el concurso público tras el que
habrá una nueva firma adjudicataria que se haga cargo de las instalaciones, si
aquél no es declarado desierto, posibilidad que, tal como evoluciona la
voluntad política de los actuales responsables, parece bastante improbable.
En definitiva, sombrío panorama y mayor incertidumbre para
un complejo en el que ya no está el casino de juego habilitado en la antigua
“Isla del Lago”. Sólo sobrevive la sala de máquinas en aquel Lido San Telmo de
grata recordación. Las instalaciones están cerradas por la noche, excepto los
fines de semana. Sin duda, se acentúa el aspecto lúgubre y de decadencia que,
acaso premeditadamente, se quiera presentar para justificar la privatización.
Entre el oscurantismo advertido en ciertos procedimientos,
las primeras añagazas, las dudas que sustancian la suerte futura de los
empleados y la expectación que ahora despierta el pliego de condiciones de otro
concurso público para dilucidar el patrimonio de los portuenses, nos
encontramos con unas cuántas incógnitas.
Despejarlas
o desentrañarlas va a resultar interesante.
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