Víctor Yanes
El tiempo que ocupó en
hablar, en pensar, en observar el color exacto de ciertas nebulosas, parece
tiempo perdido. El sistema en el que vivimos y que organiza un establecimiento
u orden de valores que nos señala el camino en el que, presuntamente,
encontraremos la paz que define al ser humano domesticado, nos impide hacer
muchas más cosas que no sean trabajar o pensar en trabajar. Trabajar es
garantía de estómago lleno y nos conduce a un cierto tipo de felicidad o
bienestar, espantando los fantasmas de la incertidumbre. Es el precio a pagar. Invertimos
una ingente cantidad de horas en estar fuera, en el necesario engranaje de la
gran industria económica.
Soledad: terrible
palabra en una sociedad que adora el ruido, igual que un salvoconducto para
aliviar el dolor con un poco de ceguera emocional. Circulan por ahí, muy vagas
teorías sobre el perjuicio sanitario que puede provocar un estado prolongado en
una situación de soledad. Aluden, los teóricos pensadores de tan insustanciales
postulados, a una soledad indiscriminada. La soledad es mala y punto, aunque
sea elegida, voluntariamente elegida.
Yo ya me he muerto, he
sido sepultado por todo el agravio desconsiderado del estrés y he vuelto a
sentirme persona que disfruta de los placeres más sencillos y primarios porque,
a veces, el cuerpo toma las riendas, arrincona al maldito intelecto que es
también un fabricante que patenta construcciones racionales de pavorosos miedos,
y se dedica a lo más simple y natural, a concebir como accesible el único
motivo por el que, se supone, deberíamos vivir: disfrutar.
Como escritor, contaría
con los dedos de una mano los “compañeros de oficio” que no miran, atrapados en
el sudor pegajoso del complejo de inferioridad, lo que está escribiendo otro
escritor, cómo titula sus obras, cómo las presenta y sospechando qué benevolente
o favorable pueda llegar a ser la crítica con el autor “amigo”. Da la impresión
que hemos sido abducidos por una necesidad loca de ser protagonistas de una
película mala, en la que representamos a una especie rara y denigrada de héroe que
disimula su profunda insatisfacción. La mirada hacia dentro, ir a la soledad
cada cierto tiempo, la disminución del ruido y del tumulto y de los elementos
que siempre consiguen evadir la atención hacia lugares remotos, lejos de la
realidad. La realidad de uno mismo, la realidad del ser es todo. La historia
empieza y acaba en nosotros mismos.
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