Lorenzo
de Ara
No sé,
la verdad, cuántos libros puedo llegar a leer a lo largo de un año. Doce meses.
Es poco tiempo, la verdad.
Leer me
salvó de la ruina.
Robar
libros en librerías del Puerto de las Cruz y Santa Cruz se convirtió en la
única vía para no dejarme atrapar por los amigos que se sentaban a esperar la
muerte en un banco de una plaza, consumidos por las drogas y la búsqueda de
algo que siempre pillaba lejos. Tenerle miedo a la muerte no es cosa de
cobardes. A la muerte hay que abrazarla como se abraza al inmigrante que llega
a la tierra prometida creyendo que deja atrás todo lo malo, todo lo perverso,
toda el hambre del mundo. Si damos por cierto que el inmigrante ilegal no es
portador de males, la muerte es un solamente una criatura perdedora que hace su
trabajo sin ganas, aburrida, como el becario que es esclavizado, como el
trabajador con años arriba, que para no convertirse en un arritranco, apechuga
con el contrato basura.
Los
libros son mi tabla de salvación. Del fracaso en los estudios pasé a la lectura
de libros.
He
contado muchas veces que Gabriel García Márquez, Henry Miller, James Joyce,
Vargas Llosa, Edgar Allan Poe, Galdós y Borges, fueron los primeros que me
ayudaron a salir a flote. Luego un ejército de escritores libres, llenos de
demonios, se apuntaron para obtener el éxito en el desafío.
La
muerte de una madre provoca que un chico educado se aparte de la luz durante
casi tres años, que nunca más regrese al aula para seguir con los estudios
reglados. Pero los libros, oh, los libros.
Julio
Verne ya estaba a mi lado. Y una enciclopedia (De la A a la Z), fue el
ordenador más saludable que he tenido entre mis manos.
Mi
madre leía con gafas. En el atardecer. Cerca del patio de la casa vieja. Yo me
apostaba a sus pies. El perro dormía. Mi padre con la pandorga (buen hombre)
haciendo trabajar la cabeza en busca de viejas. Y mi hermanita igual,
merecedora de todo lo bueno.
Así que
fueron ellos. No un maestro. Ellos, escritores: Lorca, Miguel Hernández,
Neruda, Machado, Dámaso Alonso, Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Laforet, Mary
Shelley, Dickinson, Hemingway, Proust, Rulfo.
Ah,
ellos.
Hoy
sigue siendo así. Libros y periódicos. Todos los días.
Arrastro
conmigo tantas flaquezas, tanta ruina moral. Hay segundos en los que si el
escritor no me acompaña, siento que la
oscuridad arrastra los pies por la casa.
¿Quieres
acabar conmigo? Quítame la luz de los ojos.
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