Lucio
Albirosa, poeta y escritor argentino
Quien
tuvo la virtud de penetrar su mirada podría decir sin ninguna duda que estaba
repleta de carencias y su rostro fue la certeza completa de que un mundo sin
amor, no merece oír el mensaje dejado por ella en cada rincón donde la
humanidad se perdió y vuelve a perderse en cada insomnio de la luna.
La
conocieron de memoria desde que ingresaba por la diagonal desenfundando pobres
y humildes obreros. Solían verla detrás de un taller, descansando. La oyeron
enojada entrando alguna tarde al cementerio; allí donde hablaba con ángeles de
cruces abandonadas por las flores. Nadie desmiente o afirma aquello de que
alguna vez pudiese ella creer, inocentemente, en que alguno de esos angelitos,
a quién decía hablarles mientras sus lágrimas declamaban deseos rotos y amor
nunca profesado, podría ser aquel niño acunado en su vientre durante las noches
ciegas en la plaza donde supo delirar –con hondo amor perdonado del inocente y
necesario de una madre sin derechos- que daría a luz dentro de cuatro o cinco
meses.
Cuando
pedía pan, rara vez, en la panadería de don Arralde, él la observaba más allá
de su cara y dicen los creyentes devotos del Señor de las calles, los pobres y
necesitados - ese joven de treinta y
tres crucificado por revelarse y enseñar que la fe cruza por encima de toda
riqueza cuando hay amor verdadero-, que el panadero una tarde le pidió a Jesús
bajo un árbol, sombra de la entrada a una casa de lotería; que le dé un techo a
aquella mujer o en efecto, muchas otras cosas.
La
mujer que supo lidiar con la pena en su espalda durante su estadía en este
suelo, aquella maestra del amor hacia el sitio donde era sorprendida por la
siesta o la luna; única testigo de virtudes y desgracias, la desgracia hereje
de vivir bajo un techo de rocío a modo de castigo jamás estipulado ni decretado
en las leyes creadas por el hombre e impune en lo extenso de las vías donde
podía vérsela tirando piedras a los rieles, sentada sobre el andén, como
castigando el camino extenso bajo soles crueles de enero: esa huella que la
guiaba hacia la nada y más allá.
Luego
de la siesta al costado de la ligustrina del parque de la estación, se ponía un
saco largo, imitando quizás a la Tilia Pérez -como previniendo las famosas
tormentas de verano, cuyos milímetros excedidos por la naturaleza pretendían
inundar el suelo por un rato, allí donde los pies descalzos de la mujer se
derretían dejando ampollas por noventa días sin abandono de persona- y se
dirigía hacia la esquina del banco con la ironía toda en sus bolsillos y en sus
muecas; dignas de un cuadro para el cual los pintores deberían conseguir el
color exacto de la tristeza, si la intención es dejar plasmado un rito andante
de esa delgada y popular mancha social en pleno apogeo de crecimiento propicio;
de esos que sin mirar adentro de las grandes mansiones, notas al solo son de
las puertas nunca abiertas a los menos, mucho menos a quien fuera por veces el
motivo burlista de algún desquiciado humano; la comparación con los remiendos,
la incapacidad o hambre ajena de colchones y la carencia cualquiera de otro ser
-esos seres que vemos a diario y por los cuales nadie se quita el frack
hipócrita que bien pudiese salvarlo al menos del invierno indefinido de rodaje,
siempre y cuando la parca no se le antoje llevarlos para ofrecerles otra
existencia de pasar mejor en ese sitio donde la partida desde aquí significa el
interminable “Que En Paz Descanse”
La
Yiraca, la mujer que desnuda esta historia, un día cualquiera se acostó a
dormir para evitar sentir tanto sol impío de veranos y tantas escarchas que
hasta supieron servirle de espejo en madrugadas, cuya obligación era levantarse
y caminar en silencio para calentar un poco el cuerpo; a veces, yendo hasta la
vieja comisaria donde un sargento, oficial o quien sabe qué cargo pesaba por
encima de su entereza de brindarse un poco al prójimo (Cleris Delis Brossard se
llamaba aquél policía), le servía un café con leche acompañado de algún
biscocho, galleta o marinera. Esas mañanas de invierno sonaba desde otro lado
de los relojes, una canción de luz para la Yiraca…
Cuenta
la historia que una vez estuvo muy jodida de salud y existe el precedente del
cual solamente Aurora Miere, Teresa Simiand, Nélida Elba Morínico, Elvira
Camacho, Ofelia Inmoberdof, Sara Visconti, Juana Nusbaum, Ester Ducasse y Norma
Blanc, pueden dar fe, junto a otras buenas damas encargadas por entonces de
velar por la salud de los enfermos.
Del
boca a boca se supo, lo supieron los amigos de los amigos y las chusmas de
ocasión. Aquellas enfermeras habían quedado sorprendidas al momento en que los
doctores Lino Arlettaz y Carlos Bepre salieron de la sala donde estaba alojada
la Yiraca, luego de examinar sus falencias paradas en lo flaco y oscuro de la
piel. Contaron las célebres mujeres que los doctores se fueron en silencio
hasta la vereda y Lino Arlettaz sacó un Particulares 30´ desde el bolsillo, lo
encendió, pegó una pitada honda mientras observaba el cielo y cerró los ojos.
Bepre le dijo algo así como “no se puede creer” y fue allí cuando de sus bocas
y a dúo, salió una expresión ajena a los términos científicos estudiados en
cualquier rama de la medicina. Ambos habían esbozado un informe.
Nombre:
Francisca Almada (La Yiraca)
Edad:
no especificada.
Causa y
razón de la internación: carga excesiva de inocencia en la totalidad de la
carne y un corazón gigante a punto de detenerse por ausencia integra de amor.
Por
Colonia López se desató una tormenta un día cualquiera de hace años. Un rayo
trémulo cerró de golpe sus ojos y jamás volvió a padecer. En la misa del
domingo, ese fin de semana, las intenciones por el descanso eterno de aquella
mujer inundaban las hojas leídas ante el altar donde Dios sentado y tapándose
el rostro lloraba por tanta hipocresía cubriendo a los seres humanos.
En:
"De arrozal y nostalgias", Ediciones Huentota, Mendoza, Argentina,
junio de 2018.
Foto
original de La Yiraca, década del 70': Horacio Roldán (S. Sdor. E.R, Argentina)
No hay comentarios:
Publicar un comentario