Evaristo
Fuentes
Hace unos
días, quedé con Alfredo para vernos en un bar de Guamasa; es un bar muy
popular, donde se reúnen los vecinos desparramados en el agro insular, entre
Tacoronte y Los Rodeos, a tomarse unas copas y aperitivos. Alfredo, victoriero
de nacimiento, es de complexión atlética y participó durante aquellos años de
juventud en la competición federada de lucha canaria. Ahora anda rondando los
ochenta tacos. Casi nada. Ha pasado la friolera de sesenta y tres años desde
que nos vimos por última vez. Fue en el colegio de los salesianos orotavense.
Recuerdo las fechas exactas--yo me tengo por bueno para los números--, el cinco
de mayo de 1955 (5-5-55) y el uno de julio del mismo año. Exámenes,
respectivamente, de sexto curso de bachillerato y la correspondiente reválida
superior. En ambos trances salimos aprobados Alfredo y yo, y unos cuantos más
de los alumnos de aquella bendita segunda promoción.
Yo seguí mi
camino, alborotado e impreciso al principio, y Alfredo siguió el suyo. Él
estuvo, cómo no, en Venezuela unos años y le fue solamente regular. Chofer de
un camión de reparto de mercancías, en una urbe como Caracas alborotada como
siempre, donde en cualquier momento te pueden estafar o enseñarte una pistola
en el cruce de un semáforo.
Alfredo regresó,
no digamos que triunfante, pero regresó, y compró un piso en Santa Cruz y un
taxi, y trabajó durante otros cuantos años de taxista en la capital. En una
ocasión saludó sorpresivamente a Evelio, otro compañero de promoción salesiana,
que se subió a su taxi.
Pero Santa
Cruz es en esencia un bochorno para la gente campesina y semirrural del Norte
de esta isla Picuda. Y Alfredo se viene cada día a su casa de Guamasa, la
‘finquita’ familiar, al terminar la jornada de trabajo en el chicharro
santacrucero.
De la
promoción de alumnos de aquel curso hay unos cuantos que ya se han ido de este
mundo, casi un ‘fifty fifty’… En fin,
así es la vida.
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