Iván López Casanova
El filósofo español Julián Marías se sorprendía de
la rudeza especulativa de quienes zaherían al hombre tachándole de orgulloso y
megalómano por creerse el centro del mundo. Porque «la palabra “mundo” quiere
decir mi mundo, el de cada uno de nosotros». Y fuera de esto carece de
significado: «El hombre es, que sepamos, la única realidad capaz de preguntarse
por el mundo, por la realidad, tal vez de hacerse preguntas sin más».
También, el polaco Adam Zagajewski, con su atenta
pluma, se sorprendía –se rebelaba- ante la «extraña y exasperante polifonía de
opiniones del siglo XX», en las que al hablar del hombre resultaba omnipresente
un «tono escarnecedor y negativo»: en lugar de explorar las regiones luminosas
de la condición humana, se aireaban con desprecio sus bajezas de forma repetida
y exhaustiva. ¿No habría también que escribir sobre la espiritualidad positiva
que ha construido nuestra civilización, sobre las virtudes de tantos héroes
anónimos y santos sin aureola que la alfombran?
Asimismo, Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura,
escribía en 1993 sobre el peligro de olvidar el idioma civilizador común; en
concreto, afirmaba que el ocaso de la noción cristiana de persona en nuestras
sociedades había sido «el principal responsable de los desastres políticos del
siglo XX y del envilecimiento de nuestra civilización». Y, con tino, daba
cuenta de que «había una conexión íntima y causal, necesaria, entre las
nociones de alma, persona, derechos humanos y amor», pues sin estos conceptos,
la cultura occidental se diluía.
En consecuencia, resulta necesario profundizar en
las raíces culturales de Occidente. Una de ellas se halla en La perspectiva
cristiana de Julián Marías, donde aborda uno de los pilares de nuestra
civilización. Porque, aunque el cristianismo es primariamente una religión,
también lleva consigo «una visión de la realidad, enteramente original, y que
se añade a su contenido religioso. El hombre cristiano, por serlo atiende a
ciertos aspectos de lo real, establece entre ellos una jerarquía, descubre
problemas y acaso evidencias que de otro modo le serían ajenos». Y a esto lo
denomina la perspectiva cristiana. Concretamente, destaca Marías que «verdad,
libertad, luz, vida, son palabras cruciales, decisivas en el cristianismo. La
libertad está ligada a la realidad de la persona, de la que es un rasgo
definitorio».
Y más: se necesita cuidar de la propia cultura.
Porque las bases firmes de una civilización no están aseguradas para siempre.
En este sentido, advierte Muñoz Molina, que «lo que existió durante siglos
desaparece en el curso de unos pocos años», y en poco tiempo se puede convertir
«en referencias crípticas que nadie descifra, en palabras de un idioma perdido».
Me parece importante, además, no atribuir los
errores de las personas como si fueran causados por la propia civilización,
porque esto último genera resentimiento social; y de ese resentimiento nacen
ideologías cerradas, esas que dividen de un modo tajante entre nosotros y ellos
–los enemigos-. Por ejemplo, la libertad personal o la igualdad varón-mujer son
logros de las Democracias occidentales: esos derechos y libertades se podrán
violar una o mil veces, pero nadie lo hará sin envilecerse, sin que toda nuestra
cultura rechace esas acciones y, además, las penalice.
Cuanto más se ama la cultura propia más se aprende
de las demás. Por el contrario, quien no la conoce bien, quien no la estima y
no valora la sociedad libre y plural que hemos construido, queda como un árbol
sin raíces, absolutamente a merced de cualquier mediocre viento de moda.
Termino con un matiz esencial que tomo de una
entrevista al filósofo Javier Gomá: «Una cosa es el cristianismo convertido en
cristiandad, es decir, en cultura temporal, y otra cosa es el seguimiento real,
el dejarte convertir por la figura del Galileo; y este es un aspecto en el que
no estoy en absoluto seguro de que el seguimiento sea de menor intensidad que
el de hace 50, 500 o 1000 años». Totalmente de acuerdo.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
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