Teresa González
Conozco una casa
con alma y espíritu
divinos.
En su rosal interior
se materializa el amor,
llevando en su río
de pétalos rojos
desbordarte la vitalidad.
Es un imperio de huéspedes
con piel de algodón
que en la angostura de su vecindad,
en blanco y negro, incesantes repiten
el colorido motivo de su creación.
En la cima
yace potentado el soberano
vestido de lana plomiza
y casco de hueso
en vez de corona.
No consiente mísera la basura
en la atmósfera marrónica
de sus oxigenadas arterias.
Como gotas de leche
corren centenares de defensas
asegurando la saludable fluidez
del alegre rojo puro
que de norte a sur
y en su fronda
circula libre savia milagrosa.
Sus maravillosos huéspedes
celebran maravillados
la maravilla de vivir…
dentro de una casa limpia,
pacífica y con mucha luz…
La casa nunca está triste
porque nació normalmente alegre.
La casa canta
La casa ríe
La casa baila…
Es una casa común
como muchas tantas parecidas:
las hay nebulosas, boyantes,
misérrimas, bélicas,
grandes y chicas
y hasta poéticas.
Pero este no es el caso de esta casa
porque ésta es común
como muchas tantas parecidas.
Tiene un par de snorkers
para que la película de la vida
divierta a sus fungosos moradores
mientras las automáticas cortinas
no desciendan por los cristales…
Desde la ardiente molienda
de la serpiente mordiendo la manzana
la casa es única aún…
La casa canta
La casa ríe
La casa sueña
cuando mira a las estrellas.
La casa conoce su poder,
su alfa y omega,
la divinidad morando en ella.
La casa sabe que su santuario
es templo de Dios.
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