Iván López Casanova
Narra María de Maeztu su inolvidable impresión al
asistir a la primera clase universitaria de José Ortega y Gasset en 1909. Con
su carpeta de cuero y un diálogo de Platón, el Teeteto, el maestro definió la
filosofía como «la ciencia general del amor». Esto me sirve para proponer la
ética como el arte del amor, y para subrayar la importancia de educar a los hijos
apuntando a su excelencia moral: precisamente porque vivirán en medio de una
profunda crisis de la cultura, necesitarán recibir de sus padres una exigente
formación ética.
También, porque la ausencia de normas morales
esclaviza a las personas, las encadena a la vulgaridad, a la falta de
refinación de los instintos primarios, al egoísmo y a la pérdida de intimidad
en esta «sociedad de la transparencia», como la dibuja Byung-Chul Han −quien
apunta que «el exceso de exposición hace de todo mercancía»−. O para ser más
concretos y decirlo claro: sin una educación moral elevada, muchos jóvenes se
despersonalizarán pronto, atándose al
consumismo, la telebasura y la pornografía, como reconocen y denuncian tantos
estudios sociológicos.
Educar con firmeza ética supone superar el
escepticismo ambiental, comprendiendo que no poseemos un discurso objetivo y
universal que fundamente la moral y resuelva los problemas de modo sencillo.
Porque no existe ningún pensamiento que no comience por elegir unos
presupuestos de partida. Pero reconocidas estas limitaciones, la imposibilidad
de una fundamentación de toda la ética y para siempre, se debe superar el
relativismo ético que imposibilita la educación, porque «la vida humana es
intrínsecamente moral», ahora en palabras de Julián Marías.
Para Aristóteles, la felicidad es una actividad
del alma dirigida por la virtud perfecta: «Llamamos virtud humana no a la del
cuerpo, sino a la del alma; y decimos que la felicidad es una actividad del
alma». Pasan los siglos, y la sentencia sigue en pie. O sea, educar la
interioridad para que sean personas virtuosas, para que los músculos del
espíritu crezcan fuertes: las virtudes. Por ejemplo, nunca pasarles una mentira
para que sean sinceros, exigirles que se entrenen −como en el deporte− y
lleguen a poseer fortaleza y alegría para afrontar los cambiantes estados de
ánimo, pedirles mucha generosidad para pensar siempre en los demás, etc.
Hay que partir de que los hijos habitarán un mundo
donde se han destruido las evidencias morales y donde escucharán muchas voces
de cinismo y desencanto para quien decide vivir una moralidad excelsa. En
consecuencia, recobran un valor fundamental −junto con las argumentaciones− el
ejemplo de sus padres y acudir a las experiencias morales básicas.
Necesitan presenciar, en la vida de su propia
familia, el desbordarse de felicidad que apareja la vida ética de sus padres; y
enseñarles a verificar lo real por medio de la correspondencia con sus
experiencias humanas profundas, para así capacitarles para ser críticos ante lo
mayoritario: ¿produce éxtasis y felicidad esa conducta a la que incita un
anuncio o una serie de televisión?, ¿son felices las personas que hacen lo que
les da la gana o terminan en la pobre libertad del vagabundo: solos, cansados y
aburridos?
Escribió Julián Marías que «el núcleo más profundo
de la moralidad afecta a la vocación». Lo había aprendido de su maestro, Ortega
y Gasset: «El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia
algo, es caminar hacia una meta», afirmaba en La rebelión de las masas. Por
ello, educar moralmente también tiene mucho que ver con capacitar a los hijos
para que encuentren su camino singular, para ser ese alguien «insustituible que
nos sentimos llamados a ser», de nuevo en palabras de Marías.
“Compromiso”: «Aunque así lo parezca, / la luz del
mundo no nos pertenece, / por eso yo quisiera no ensuciarla / de rencor ni
amargura, para intentar al fin / ofrecértela limpia, / como damos los hombres
la alegría, / nuestra única herencia verdadera», canta Vicente Gallegos.
Perfecto resumen.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
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