Lorenzo de Ara
Jorge Luis Borges vino al mundo para mortificarme. Lo he
dicho muchas veces. Si preguntasen por ahí si me considero un experto en la
obra del argentino, mi respuesta sería negativa. Por supuestísimo que no. Sin
embargo, Borges, el hijo de la gran puta de Borges, es el único escritor que
consigue agujerear mi cabeza y, al mismo tiempo, arrancar de mi mente la
estúpida idea de convertirme algún día en escritor o poeta. No es admiración
(bueno, también es admiración); es sobre todo animadversión lo que siento hacia
el escritor por antonomasia. Borges es para mí como el jazz. Ni puta idea de
quiénes son los grandes, pero cuando el jazz me acompaña, todo lo que me rodea
se vuelve irreal, ingrávido, espejismo, fútil.
Cuando en 1988 (creo) entro a trabajar y por tanto a
ganar dinero haciendo periodismo (con anterioridad hacía mis pinitos en
colaboraciones más o menos regulares), jamás imaginé que treinta años después
seguiría ganándome la vida gracias a esta puta y pestilente profesión. El
periodismo es como Borges, como el jazz. Para mí, claro.
Lo que menos me interesa de mi profesión es la política
local, pero a ella le he dedicado la mayor parte de mi trayectoria.
Cuánto me aburre escuchar la perorata de alcaldes que me
hablan de sus cuitas; esos concejales que han tenido la fortuna un día de
aferrarse al partido oportuno para hacer carrera profesional y no depender
jamás de las exigencias del mercado laboral. La política local me embrutece,
pero de ella vivo. Mal vivo, en realidad.
Siempre albergué la esperanza de que la política nacional
se convertiría en mi especialidad. Un día llegó la llamada al fijo (comienzos
de los 90 del pasado siglo), pero la cobardía se impuso una vez más y el hijo
de Periquín optó por el derrotismo y continuar arrastrándose por el fango del
populismo local. Hasta ahora.
Nunca me creí el mejor. Qué va. Nunca quise emprender la
guerra para ganar más protagonismo. No me iban los empujones en las
redacciones, a pesar de que siempre fui considerado (en realidad lo soy) un
depredador. En mí ha imperado el victimismo y la comodidad de tenerlo fácil. O
sea, soy la viva imagen de un fracaso.
Pero con 56 años, hay algo que ha ganado peso en mi vida.
Cuando he creído en una persona, no he dudado jamás en partirme la cara por
ella. Principalmente político local. Y a ese político le ha bastado saber (por
lo menos hasta hoy) que mi amistad y mi palabra jamás se iban a quebrantarse.
Mas el amén, el sometimiento, la genuflexión ante el
líder que algunos practican con devoción, es incompatible con la verdadera
amistad.
El periodista que se aburre y detesta su profesión sigue
en ella para ganar un sueldo por debajo de SMI. Y le echa horas al día. No es
mejor que nadie, pero tiene algo que no cotiza en bolsa y mucho menos en la
miserable política local: seriedad.
Porque “seriamente” lo digo: aquí me tienes, yo no te he
fallado. ¿Será que leídas las obras completas del hijoputa de Borges antes de
los 40 años, el hijo de Periquín todavía es incapaz de ver que todo fue una
falsa?
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