Salvador García Llanos
Dos pancartas rudimentarias (sábanas pintadas con
mayúsculas en negro que cuelgan de un balcón y la parte superior del acceso
principal nos recuerdan que hasta hace un par de semanas allí funcionaba un
hotel. El grueso de la plantilla, cincuenta y cuatro trabajadores, se concentra
en el exterior sin estridencias. Algunos conocidos, allegados o familiares
circulan por allí. La misma pregunta: ¿qué pasa, no hay nada?
No, no lo hay. La respuesta se ve complementada:
-Bueno, nos concentramos por fuera del Cabildo,
acompañados de dirigentes del sindicato (UGT). Nos recibieron el vicepresidente
primero y el consejero de Turismo. Y el grupo insular de Podemos. Buenas palabras,
pero poco más. Ahora nadie tiene competencias. Cuando llegan la hora de hablar
de cifras de ocupación o de dar a conocer una promoción, casi se pelean a ver
quién lo dice primero. Nos dicen que van a interceder ante el Servicio de
Mediación, Arbitraje y Conciliación (SEMAC) y la Dirección General de Trabajo
para adelantar la fecha del 10 de diciembre, la que ha sido fijada inicialmente
para intentar algún tipo de acuerdo.
Y así pasan los días, desde el 16 del pasado mes cuando
se cerraron las puertas del hotel Dania del Puerto de la Cruz y sus cincuenta y
cuatro trabajadores se vieron en la calle... y sin trabajo. Y sin
explicaciones: ni de la propiedad ni de la empresa que explotaba el
establecimiento y que, según cuenta, no dejó ni el lavavajillas ni la lencería.
Todo muy “edificante”, muy propio de un municipio cuyos habitantes tienen un
bajo sentido de la autoestima y no están nada acostumbrados a luchar por sus
activos.
Las muestras de solidaridad se han ido evaporando, las
señales de lucha dicen que se van intensificar, en forma de movilizaciones, a
largo de las próximas semanas por toda la ciudad. Algo habrán aprendido los
damnificados en sus penurias: quietos y cruzados de brazos nada van a
conseguir. Al contrario, hasta terminarán recriminándoles su pasividad.
Esta es la triste realidad: cincuenta y cuatro empleados
sin trabajo, en la calle y sin muchas esperanzas de que las cosas cambien.
Porque, claro, sin una mísera carta de despido, ¿a dónde van? ¿A quién
reclaman? En pleno vacío laboral, no pueden aceptar siquiera una oferta de
trabajo, si es que surge. Si se determina que el despido es nulo -eso sería ya
el acabóse- ni indemnización ni readmisión. ¿Dónde están los derechos de los
trabajadores? Pero también hay que preguntarse: ¿dónde están las
responsabilidades?
Que esto ocurra en pleno siglo XXI, en una ciudad
turística, con una notable experiencia en situaciones conflictivas o
complicadas, resulta insólito. Aunque parezca radical, hay que decirlo: no hay
derecho. No pueden quedar impunes fechorías laborales como éstas. Ni trabajo ni
ayudas al desempleo. Lo cuentan y no se cree. Y atentos: porque igual nos
encontramos dentro de poco con situaciones similares en la misma ciudad
turística que, si por un lado progresa con remodelaciones públicas y
remozamientos en varios establecimientos privados, por otro baja muchos enteros
con estampas como la que comentamos.
Después dicen los insensatos que los trabajadores están
demasiado protegidos en este país. Seguramente serán los mismos que se indignan
porque haya una previsión presupuestaria de incrementar el Salario Mínimo
Interprofesional (SMI) hasta novecientos euros. Pues ¡vaya protección! Y qué
cabrá decir de empresarios que cierran y se marchan sin dar explicaciones, sin
dejar al trabajador con una mínima carta de despido siquiera para ir a reclamar
al maestro armero.
Que hagan fotos de las pancartas en la fachada. Igual son
las únicas pruebas.
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