Evaristo Fuentes Melián
Desde que te alejas unos cientos de metros, dándole la
espalda al emporio turístico playero, en cualquier playa del cono Sur de este
planeta llamado Tierra, hay un olor a podrido nauseabundo, valga la
redundancia. Ese sabor desabrido, pero con apariencia bullanguera, se cata a
larga distancia, si nos referimos al chabolismo que pone cerco a la gran
capital. Los bafles y las pantallas de televisión de muchas pulgadas, componen
el recibidor de ese hábitat inhóspito y miserable.
Dentro de su gueto, muchas veces no se atreve siquiera a
entrar la policía. Se mueren cientos ahogados en el lodazal cada vez que cae un
‘palo’ de agua. Los mandamases desde sus mansiones residenciales, amuralladas y
cercadas por vigilantes privados, oyen el chaparrón y, obviamente, como si
oyeran llover.
Pero a esa sarta paupérrima barriobajera, de vez en
cuando le puede su arrogancia y acude al centro urbano a pedir a su manera su
parte de la tarta, asaltando los locales comerciales de la gran multinacional.
Mas, a esa salvajada hay que ponerle coto. Si la fiera
aletargada se despierta y se desmadra, consecuentemente hay que apaciguarla y
encauzarla de nuevo al redil de la montaña, a su ranchito del cerro. Aunque en
el empeño caigan unos cuantos, no importa. Quizá la muerte por la vía rápida,
más de uno la agradezca, cansado yo de bailar a la fuerza un carnaval
sempiterno.
La última noticia recibida ahora es espeluznante: en
caravanas, montados en grandes camiones de trasporte de ganado, están llegando
miles de migrantes a Tijuana, cerca de la frontera USA, dispuestos a traspasar
la valla, aunque corran el riesgo de morir en el intento.
Espectador
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