Salvador García Llanos
Un lector y seguidor habitual de una localidad norteña
escribe con sensible preocupación sobre la evolución de las fiestas patronales
o de barrios, ante el creciente nivel de requisitos legales sin cuyo
cumplimiento previo no es autorizada la realización de varios números del
programa.
“Si ya de por sí -escribe- es un duro sacrificio el que
se hace para buscar las perritas con el fin de hacer la fiesta, las comisiones
tropiezan con planes de seguridad complejísimos y con muchísimas exigencias,
papelería diversa ante las instituciones pidiendo permiso para cualquier cosa,
seguros carísimos que se comen gran parte del presupuesto para cubrirse las
espaldas ante cualquier eventualidad... Y ya no hablemos si esa fiesta tiene
una romería o una actividad que pase o corte una vía de interés insular, entre
otros”. Los esfuerzos, entre voluntaristas y desinteresados, a menudo no se
están viendo correspondidos.
No falta razón pero el comunicante debe tener en cuenta
que tales requisitos son fruto de algunos vacíos legales que dejaron en el
limbo determinadas responsabilidades cuando se han producido contenciosos,
conflictos y hasta desgracias sobrevenidas que conllevan, aparte de tristeza o
trastornos -y hasta agujeros económicos- desentendimiento. El caso es que, en caso
de contratiempos, esas responsabilidades no recaigan en la Administración.
Como casi todo en la vida, es cuestión de medida. No es
lo mismo -independientemente de la estructura que se tenga para organizar y
ejecutar los actos festivos- un Ayuntamiento mínimamente sólido, con recursos
humanos y materiales propios, que un colectivo de personas de un distrito o un
barrio que se pega todo un año recaudando o vendiendo lotería y rifas pero que
no dispone de infraestructura o de soportes adecuados para atender las
exigencias normativas. Habría que ajustar pero suponemos que eso dependerá de
la modalidad y de las características de las actividades festeras. En el medio
estaría la virtud para atender lo que se exige y tener los festejos en paz y
con seguridad.
El caso es que algunas fiestas populares, las más
sencillas, las más tradicionales, aquella que tantas veces cantamos ambientadas
con hojas de palma, decorados elementales y ventorrillos con carne en fiestas,
corren riesgo de desaparición. Desde luego, pierden uno de sus orígenes o una
de sus razones de ser: llenar el pueblo o el barrio de actividad creativa,
lúdica y desenfadada durante unas pocas fechas. Ya saben: los que peinamos
canas o no peinamos nada sabemos que durante todo un año se esperaba la fiesta
para pintar las casas, estrenar ropa y divertirse de la forma más sana. Ahora,
hasta la inmensa oferta de actividades que se encuentra a lo largo del ciclo
promovida por instituciones públicas o privadas y hasta un planteamiento
personal o familiar con abundancia de opciones de ocio sin tener que salir de
casa, compiten con el mejor ánimo y las reales posibilidades de sana y más o
menos desenfadada diversión.
No extrañe entonces la lucha contra los requisitos ni la
desmotivación o la pérdida de ganas para hacer fiestas a la vista de las
exigencias. Nuestro comunicante, en efecto, hace un pronóstico: “Todo eso
llevará a que, de aquí a unos poquitos años, desaparezcan muchos festejos
populares y tal vez solo queden los religiosos como únicos recuerdos de la tradición”.
Por buscar una salida positiva, igual todo esto
contribuye a dimensionar adecuadamente los festejos, incluso a secuenciarlos
temporalmente. Pero conviene explorar otros cauces y esmerarse con tal de
mantener y renovar los valores intrínsecos a estas modalidades periódicas de
expresión popular.
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