Iván López Casanova
Sostenía George Steiner en Nostalgia de lo absoluto de
1974 que las diversas ideologías surgidas en Occidente desde comienzos del
siglo XIX eran intentos para suplir el vacío dejado por lo religioso. Detrás de
todo, Steiner intuía un intento de recuperar la verdad porque «pertenece a
nuestra especie ir tras la verdad de forma desinteresada».
Llevaba mucha razón, pero hoy sería más necesario exponer
la nostalgia de cada persona por alcanzar el amor infinito que sacie su deseo
de plenitud. Porque esta sed implacable sí que está culturalmente oscurecida e
incluso ridiculizada, tal vez para esconder o justificar la propia carencia o
para reivindicar un modelo antropológico desencantado donde todo surge de
relaciones ocultas de poder, incluyendo también a la esfera afectiva.
Pero tras esa mirada desilusionada se esconde la mentira,
como una y otra vez vuelven a desvelar los pensadores serios. El último, Gilles
Lipovetsky en su De la ligereza de 2016, libro en el que sin ofrecer «ni una
apología ni una condena moral o política de la ligereza», encontramos un ensayo
honrado y pegado a las estadísticas sociológicas. Leemos: «¿Ha dejado de
esperarse que duren mucho las relaciones amorosas? Ni muchísimo menos. La
verdad es que la desregulación cool no ha causado en modo alguno el hundimiento
de los discursos, las esperanzas ni los sueños de amor».
También Octavio Paz, en su obra sobre el amor de 1993, La
llama doble, defiende que el engaño teórico de la idea del amor que padecemos,
hasta volverlo casi incognoscible, es «una variante de las sucesivas tentativas
de deshumanización que han sufrido los hombres desde el comienzo de la
historia». Con palabras fuertes, el Premio Nobel de Literatura denuncia que
siendo «la juventud el tiempo del amor», abundan los «jóvenes viejos incapaces
para el amor, no por impotencia sexual, sino por sequedad del alma».
Se trata de superar el individualismo y el materialismo
dominantes que asfixian la capacidad de amar, porque ofrecen pasatiempos, distracciones
y sensualidad a modo de pequeños sorbos líquidos para entretener la sed
infinita de afecto. También, de recordar que ese enamoramiento, que
probablemente todo el mundo ha tenido, se puede dar por supuesto y dejarlo
enfriar; y que entonces se pierde, mengua, se hiela y desaparece.
Y de educar para el amor, porque no pueden querer quienes
sencillamente son pequeños esclavos de sus ganas, encerrados en sus cuartos y
en sus ordenadores, enrareciendo sus caracteres –patéticos, ridículos− hasta hacerse casi incapaces
para la donación amorosa.
«¿Cómo te quiero −dices−? Voy a contarte cómo.
/ Te quiero en lo más hondo, lo más alto y extenso / a donde mi
alma llega cuando, a tientas, / roza su propio ser, roza la eternidad. / Con
toda la pasión del tiempo de pasión, / con toda la fuerza de la niñez, que
huyó. / Con todas las sonrisas, con la fuerza del llanto, / y con todo mi
aliento. Y, si Dios existe, / te amaré aún mejor después de la muerte». Así lo
escribió Rilke.
Evidentemente, la condición humana es frágil y nadie es
dueño del destino del amor de pareja, porque depende también de otra persona.
Pero esto no justifica que al hablar de amor se parta de la mediocridad o,
incluso, de la mezquindad.
En el tiempo que corre, para comprender el amor hay que
mirar al interior sincero y ser muy libre, muy independiente. Apuntar alto y
volar por encima del sol. Y no dar crédito alguno a esos debates para memos en
los que personas que no han sabido quererse ventilan su intimidad por un puñado
de euros.
Porque no merece la pena vivir por menos de lo que
intuimos en el fondo de nuestro corazón. Y por ello, no basta para nuestra
plenitud existencial con poseer un ideal, sino que se necesita vivir con un
amor abrazado al corazón desde la juventud hasta el último día de la
existencia.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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