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domingo, 25 de febrero de 2018

VIVIR LA VIDA DEL OTRO


Iván López Casanova 

Cada vez valoro más el cosmopolitismo, la mirada más allá de lo que separa, la que aprecia lo que nos une a todos; porque después del siglo XX, fortalecer los lazos de unión entre las personas debería ser una lección inolvidable. Para ello, se necesita conocer a fondo una condición fundamental del ser humano: nuestra fragilidad esencial  ̶ con su consecuencia intrínseca, nuestra dependencia radical de los demás ̶ .

Así lo plasmaba Thomas Mann, Premio Nobel de Literatura en 1929: «¿No se basa todo el amor al hombre en el conocimiento fraternal, compasivo y lleno de simpatía, de su situación difícil y casi desesperada? Sí, hay un patriotismo de la humanidad que se funda en esto: se ama al hombre porque su vida es difícil y porque uno mismo es hombre».

Erika Mann cuenta de su padre que pocos días antes de morir, a sus ochenta años, la envió a Inglaterra para comprometer a intelectuales en un documento sobre los riesgos de la escalada nuclear: «Tanto aquel “hágase” que sacó el cosmos de la nada como la creación de la vida a partir del ser inorgánico, tuvieron como finalidad al hombre». Así lo escribía Thomas Mann para que resonara por el mundo «el espíritu humanista».

En el mismo sentido, la filósofa Martha Nussbaum, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2012, aboga también por el ideal cosmopolita, y denuncia con fuerza la actitud de utilizar el lugar donde uno ha nacido como arma arrojadiza contra los otros, como explica Esteban López González en su valioso blog digital. Escribe Nussbaum: «Todos nacemos desnudos y pobres; todos estamos sujetos a enfermedades y sufrimientos de todo tipo y, por último, todos estamos condenados a morir. Por tanto, la visión de todos estos elementos comunes puede llevar la humanidad a nuestros corazones, si vivimos en una sociedad que nos alienta a vivir la vida del otro».

En nuestro país, el filósofo Javier Gomá postula que el héroe moral no es el excéntrico, sino aquel que «se especializa en el trabajo y en el corazón, y gasta una vida sin relieve en la brecha de la normalidad ética», y que hay que dignificar «aquello que yo comparto con todo hombre por el solo hecho de serlo». Su antropología, por tanto, es la del «universal vivir y envejecer», la mortalidad compartida como «privilegio de los entes ontológicamente superiores», la de subrayar, también, lo que nos une a todos los seres humanos por encima de la raza, la religión, la nación o el ser varón o mujer.

En el fondo, todo pensamiento hondo se puede utilizar para unir o para separar. En consecuencia, ideas maravillosas como la igualdad o la separación Iglesia−Estado o  el amor al sitio de nacimiento, se pueden emplear para unir a las gentes o para discriminarlas de modo cruel.

Un ejemplo en la pluma de Martha Nussbaum: «Considero importante la religión en el plano personal: soy una judía comprometida y mi pertenencia a una congregación reformista judía es parte relevante de mi vida y de mi búsqueda de sentido. Ciertamente resulta en extremo irritante que los intelectuales sean condescendientes con las personas religiosas, como si todas las personas inteligentes fueran ateas. En su libro Romper el hechizo (cuyo título mismo destila desdén), el filósofo Daniel Dennett contrapone las personas religiosas a los filósofos, como si no existieran los filósofos religiosos. Yo soy filósofa; pero yo y muchos de mis compañeros de profesión discrepamos a nivel personal con Dennett: nosotros mismos somos religiosos. Es más, casi todos discreparían de Dennett en lo concerniente al respeto a los demás: consideramos que los compromisos religiosos de las personas han de ser respetados y que sencillamente es una falta de respeto sugerir que la religión es un “hechizo” o quienes aceptan tales creencias son tontos».

Respeto es vivir la vida del otro. Sin esto, ideologías cerradas, visión simplista o fanatismo.

Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.

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