Iván López Casanova
Cada vez valoro más el cosmopolitismo, la mirada
más allá de lo que separa, la que aprecia lo que nos une a todos; porque
después del siglo XX, fortalecer los lazos de unión entre las personas debería
ser una lección inolvidable. Para ello, se necesita conocer a fondo una
condición fundamental del ser humano: nuestra fragilidad esencial ̶ con su
consecuencia intrínseca, nuestra
dependencia radical de los demás ̶ .
Así lo plasmaba Thomas Mann, Premio Nobel de
Literatura en 1929: «¿No se basa todo el amor al hombre en el conocimiento
fraternal, compasivo y lleno de simpatía, de su situación difícil y casi
desesperada? Sí, hay un patriotismo de la humanidad que se funda en esto: se
ama al hombre porque su vida es difícil y porque uno mismo es hombre».
Erika Mann cuenta de su padre que pocos días antes
de morir, a sus ochenta años, la envió a Inglaterra para comprometer a
intelectuales en un documento sobre los riesgos de la escalada nuclear: «Tanto
aquel “hágase” que sacó el cosmos de la nada como la creación de la vida a
partir del ser inorgánico, tuvieron como finalidad al hombre». Así lo escribía
Thomas Mann para que resonara por el mundo «el espíritu humanista».
En el mismo sentido, la filósofa Martha Nussbaum,
Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2012, aboga también por el
ideal cosmopolita, y denuncia con fuerza la actitud de utilizar el lugar donde
uno ha nacido como arma arrojadiza contra los otros, como explica Esteban López
González en su valioso blog digital. Escribe Nussbaum: «Todos nacemos desnudos
y pobres; todos estamos sujetos a enfermedades y sufrimientos de todo tipo y,
por último, todos estamos condenados a morir. Por tanto, la visión de todos
estos elementos comunes puede llevar la humanidad a nuestros corazones, si
vivimos en una sociedad que nos alienta a vivir la vida del otro».
En nuestro país, el filósofo Javier Gomá postula
que el héroe moral no es el excéntrico, sino aquel que «se especializa en el
trabajo y en el corazón, y gasta una vida sin relieve en la brecha de la
normalidad ética», y que hay que dignificar «aquello que yo comparto con todo
hombre por el solo hecho de serlo». Su antropología, por tanto, es la del
«universal vivir y envejecer», la mortalidad compartida como «privilegio de los
entes ontológicamente superiores», la de subrayar, también, lo que nos une a
todos los seres humanos por encima de la raza, la religión, la nación o el ser
varón o mujer.
En el fondo, todo pensamiento hondo se puede
utilizar para unir o para separar. En consecuencia, ideas maravillosas como la
igualdad o la separación Iglesia−Estado o
el amor al sitio de nacimiento, se pueden emplear para unir a las gentes
o para discriminarlas de modo cruel.
Un ejemplo en la pluma de Martha Nussbaum:
«Considero importante la religión en el plano personal: soy una judía
comprometida y mi pertenencia a una congregación reformista judía es parte
relevante de mi vida y de mi búsqueda de sentido. Ciertamente resulta en
extremo irritante que los intelectuales sean condescendientes con las personas
religiosas, como si todas las personas inteligentes fueran ateas. En su libro
Romper el hechizo (cuyo título mismo destila desdén), el filósofo Daniel
Dennett contrapone las personas religiosas a los filósofos, como si no
existieran los filósofos religiosos. Yo soy filósofa; pero yo y muchos de mis
compañeros de profesión discrepamos a nivel personal con Dennett: nosotros
mismos somos religiosos. Es más, casi todos discreparían de Dennett en lo
concerniente al respeto a los demás: consideramos que los compromisos
religiosos de las personas han de ser respetados y que sencillamente es una
falta de respeto sugerir que la religión es un “hechizo” o quienes aceptan tales
creencias son tontos».
Respeto es vivir la vida del otro. Sin esto,
ideologías cerradas, visión simplista o fanatismo.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
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