Rosario Valcárcel
Los primeros peregrinos a Tierra Santa fueron los
Reyes Magos que guiados por una estrella llegan a Belén para adorar al Niño
Jesús. Estos relatos bíblicos fueron como palabras mágicas que marcaron mi
infancia. Historias de fe cristiana, sinónimo de España, como afirmó Galdós, de
significados, de fragilidad, de hambrunas y miserias, de una España gris,
melancólica que afortunadamente ya ha quedado en el olvido.
Hoy más de dos mil años después de la visita de
aquellos Magos, y 800 años en que los franciscanos celebran su presencia en
Tierra Santa, un grupo de amigos hemos visitado los Santos Lugares mencionados
en la Biblia, conducidos por el sacerdote Alberto Hernández Felipe quien nos ha
ayudado a tocar con los dedos el cielo para poner los pies en la tierra.
Y yo he revivido aquellos lugares de los que
hablan los evangelios, las parábolas y las tradiciones que me contaron mis
padres, mis profesores o el cine, porque la Biblia, además de ser un libro
sagrado, es un buen guion que nos ha dejado algunas de las más importantes
joyas de la historia del cinematógrafo.
Así que el
grupo convertido en “peregrinos”, comenzamos nuestra ruta en el puerto de
Jaffa, al sureste de la capital israelí, Tel Aviv. Y de allí seguimos a
Cafarnaúm y visitamos la casa de Pedro, el pescador, junto a ese mar de Galilea,
junto a ese mar de la memoria donde tal vez Jesús vivió y anduvo sobre las
aguas, pero que hoy es un lugar de rocas, sinagogas, fosas y mosaicos
bizantinos, un lugar que, a pesar de los turistas, a mí me pareció sordo al
silencio que hacía el viento y la lluvia que caía como presagio de un viaje
fructífero.
Un viaje que nos llevó a la orilla como dice la
canción de Cesareo Gabaraín, e hicimos una travesía en barco, y bailamos, nos
reímos y cantamos, y sentí el aire respirar a mi alrededor en un lago llamado
también Tiberiades porque a su oeste se sitúa la ciudad del mismo nombre,
construida por Herodes en honor al emperador Tiberio. Un lugar que fue
escenario del Sermón de la Montaña y del milagro de los panes y los peces.
Y subimos al monte Tabor, a más de 600 metros de altura
sobre el nivel del mar, donde según los evangelios tuvo lugar la
Transfiguración del Señor, y bajamos a 400 metros bajo el nivel del mar y nadie
perdió la oportunidad de aplicarse el lodo que se amontona en el mar Muerto, un
mar que se extiende como un ciénaga de asfalto, donde todavía presiden la sal y
la fermentación de aquella Sodoma sumergida.
Paseamos por las calles de Nazareth, y quizás
algunos de nosotros al visitar la Basílica de la Anunciación donde se encuentra
“la Casa de la Virgen María”, apelamos a la generosidad de nuestra Madre y
pedimos que nos libre de esas desdichas grandes y pequeñas de la vida
cotidiana. Y atados a esa esperanza nos preguntamos: ¿Conseguiré la felicidad,
la salud, el amor?
Eso no lo podemos saber porque, ya se sabe que
nuestra vida es una página mortal en blanco. Por eso, mientras tanto
disfrutamos la vida y permitimos que nos estruje, y en ese gozo renovamos
nuestros sacramentos y promesas y en Caná de Galilea, un pequeño grupo renueva
los Compromisos matrimoniales, el amor. Y en el río Jordán al igual que el
Precursor bautizó a Jesucristo nosotros reiteramos las Promesas Bautismales, y
Alberto vuelve a dar el sí a la llamada de Dios que pronunció el día de su
Ordenación Sacerdotal. Un hombre considerado por todos como una gran persona,
que destaca por poseer un carácter moderado y sensible, además de ejercer el
sacerdocio con gran intensidad lírica.
Y por fin llegamos a Jerusalén, un lugar con cinco
mil años de historia. Allí recorrimos de día y de noche sus barrios, sus calles
y sus rincones en las que no notas tensión ni peligro. Solo apreciamos a unas
chicas y chicos israelíes, en periodo de servicio militar, provistos de armas
que vigilan y guardan el orden al mismo tiempo que se mezclan entre nosotros.
Visitamos el Monte de los Olivos y desde la cima
contemplamos la ciudad. Y llegamos a la Iglesia del Santo Sepulcro, entre otras
muchas, en la que repican campanas sin cesar, al mismo tiempo que se oían las
voces de plegarias en distintos idiomas. Y recorrimos la Vía Dolorosa con el
ejercicio del Vía Crucis y el Muro de Las Lamentaciones donde suena el rumor de
las oraciones. Y como marca la tradición yo coloqué un papelito con un deseo o
plegaria entre las milenarias piedras del Kotel.
De esa ciudad santa, israelí, que atesora tantos
acontecimientos, e invasiones seguidas de destrucciones y conflictos. Un
referente espiritual para la mayor parte de la humanidad y centro de las tres
religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islamismo. Fundada por el rey
David hace más de 3000 años, porque como todos sabemos en Jerusalén vivió y
murió Jesucristo y desde allí, según la religión musulmana, Mahoma ascendió al
paraíso.
Un país con un mestizaje religioso en donde se
dice que hay una gran tolerancia entre todos ellos, aunque nuestro otro guía,
serio y competente, llamado Adnan, de origen palestino y de religión musulmán,
afirma que es un territorio en el que los palestinos, en minoría se enfrentan a
una diaria humillación. Una vergüenza diseñada estratégicamente por los
sucesivos gobiernos del estado de Israel.
La Jerusalén antigua es pequeña y a la vez inmensa
para ser contado en estas líneas, y ni siquiera las numerosas fotografías que
hice han sido capaces de captar ese mundo remoto que se esconde dentro de las
murallas en ambientes en el que podemos respirar el perfume de las cosas
verdaderas, las huellas de la historia con su pobreza y su dolor, con su
riqueza espiritual tan visible en algunos lugares.
Israel, un país en que nos envuelve en un mundo de
reflexión y nos lleva a los escenarios del comienzo de la vida religiosa. Un
país en el que sentimos vibrar la fibra humana, la verdad de la vida. Un viaje
que repetiría con esos mismos amigos, con unos compañeros de viaje, que yo
igual que el poeta, los llamo compañeros del alma, compañeros. Unas vivencias
tan repletas de sonrisas que estoy segura que cada vez que las recuerde volveré
a sonreír.
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