Iván
López Casanova
¿Por
qué fracasa la educación familiar, cada vez con mayor frecuencia, cuando los
hijos llegan a la adolescencia? Esta es la cuestión clave. Y si se logra
esclarecer el núcleo de este complejo problema, ¿no convendría revisar toda la
formación de los hijos para prevenirlo?
Muchas
familias se esfuerzan −y hacen muy bien− en transmitir valores firmes a sus
hijos. Pero se olvidan de explicarles el contexto cultural complejo en el que,
al llegar precisamente a la edad de la adolescencia, tienen que desenvolverse.
Sucede, entonces, que el hijo joven se siente solo y confuso, y llega a pensar
que la educación recibida en casa no es real, que le aísla de la mayoría de los
chicos y chicas de su edad: en ese momento la educación familiar se encuentra
amenazada y pronta a desmoronarse.
Se
explica bien en una novela italiana, Olga, escrita por una joven estudiante a
quien su profesora sorprendió garabateando en un cuaderno. Quedó tan
impresionada que la convenció para publicarlo. Y Chiara Zocchi vendió más de
medio millón de ejemplares. Allí afirma: «Luego me dijo que bien mirado no hay
gente mala; nos parecen malos, pero lo que pasa es que están solos y para
gustar a los demás incluso hacen el mal». O sea, que para no sentirse solos
abandonan los valores recibidos y hacen cualquier tontería.
La
adolescencia supone la salida desde el nido familiar homogéneo y dulce hacia la
sociedad enmarañada y heterogénea en la que existen múltiples códigos morales,
algunos de los cuales, resultan, incluso, contrarios a los recibidos en el
ámbito familiar. Y ocurre que, para esto, no se ha preparado educativamente a
los hijos, o se los ha instruido de modo muy deficiente.
También
lo expone Javier Gomá, eminente filósofo español contemporáneo: «La solución al
problema educativo de la juventud no es educativa sino cultural. Si toda la
cultura conspira con toda la fuerza de persuasión que tiene para que el niño o
el adolescente se libere, si se exalta desde todas las tribunas su derecho a
ser libre, su derecho sobre su cuerpo, su tiempo y su vida, sin dar nunca
instrumentos que orienten un uso cívico de su libertad ¿qué podemos esperar?».
A
esta perspectiva educativa que desde el ámbito familiar subraya la formación de
los hijos para su salida al mundo cultural complejo, la denomino Educar para
afrontar la pluralidad. Debe iniciarse a partir de los siete años, edad a la
que comienzan los chicos a poseer capacidad moral para distinguir entre el bien
y el mal. Consiste en educar con firmeza en lo propio, pero hacerles comprender
también lo ajeno.
Esta
educación nace del respeto profundo a la persona, fin en sí misma –en el decir
de Kant−, pues todo ser humano tiene el derecho intangible de formar sus
propias convicciones y difundirlas (salvo que dañen a otros, claro). Es decir,
que no se apoya en el relativismo moral o en el escepticismo ético; se basa, en
cambio, en que no se juzga a la persona y se respeta su conciencia. Y ese mismo
respeto absoluto es el que se exige para las convicciones recibidas en la
propia familia. «Porque, hablando cada cual con el fondo insobornable de sí
mismo, es como comprendemos, como entendemos mejor a los demás», según sentenciaba Ortega y Gasset.
Educar
para afrontar la pluralidad permite a las familias educar proveyendo a los
hijos tanto de una identidad familiar fuerte como de una enorme comprensión
para los amigos que no piensen como ellos, pues no les juzgan y, además,
comprenden que no son malos −tal vez han sido educados equivocadamente−.
También, devuelve a los padres la posibilidad de formar con alegría, de educar
a los hijos para amar el mundo contemporáneo y para desear transformarlo; y eso
permite formar con amor a la cultura actual, con juicio crítico y con sentido
de misión, con ideales. No es poco.
Iván
López Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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