Salvador
García Llanos
Anda una parte
de la ciudadanía portuense bastante desconcertada por mor de una polémica
centrada en diferencias entre cofradías religiosas a cuenta de las actividades
de las Fiestas de Julio. Las diferencias, con los debidos respetos, parecen
obedecer a nimiedades trufadas de empeños y orgullos, a celos o intolerancias,
no a cuestiones de fondo poderosas y trascendentales, capaces de alterar una
estructura o una determinación tradicional; por tanto, nada que no parezca
susceptible de arreglo a poco que haya voluntad y diálogo. Por consiguiente, ni
merece entrar en esas discrepancias, dignas, desde luego, de mejor empeño. Que
se entiendan las partes, de verdad, pues en esta vida terrenal todo tiene
solución. Y que no hagan de la controversia un espectáculo deprimente de
campanario y derivados.
Porque lo
peor, desde luego, es la instrumentalización del hecho religioso. Eso sí que es
grave. Y llevamos un tiempo preocupante en el que no solo quiere tener razón
quien más difame, ofenda e insulte, sino que invocar divinidades o santidades
con tanta alegría y con tanta superficialidad resulta tan simple y sin costes
añadidos, que se ello se inscribe en el marco de un comportamiento más propio
del surrealismo y del esperpento.
Las creencias
religiosas son tan íntimas, tan personales, tan propias que merecen, por sí
solas, un respeto. Pero no: hay que alardear, poco menos que presumir, para dar
lugar a postureos y expresiones inconvenientes, por muy de buena fe con que se
quiera defender algunas posiciones. A ver quién descalifica más, a medir el
grosor de los infundios y de la tendenciosidad. Ese es el daño que se causa, el
que lastima conciencias y el que merma el fervor, nos parece.
La cristiandad
es otra cosa, se cultiva de otra manera. Más tolerancia y respeto, menos
egoísmo e insolidaridad. Soluciones de consuno donde hay contraposiciones que
las partes hacen insalvables. No se debe -entendemos- hablar ni obrar en nombre
de quienes predicaron o enseñaron justamente lo contrario. Esa es la
instrumentalización, el desvirtuamiento de significados o simbolismos por una
foto, por un logro efímero, por una imposición o por un capricho. Eso viene
ocurriendo con fines espurios, en medio de celebraciones, oficios y
procesiones, incluso las de intramuros. Malos los afanes de acaparamiento, el
principio de sostenerla y no enmendalla, el radicalismo, el fanatismo, la
incomprensión...
La cúpula
eclesiástica no debe ser insensible a estos fenómenos, que pueden ir a más,
hasta hacerse incontrolables. Es lo peligroso. Está bien la permisividad, pero
no captar fieles por la vía facilona y anárquica, pan para hoy y hambre para
mañana, nunca mejor empleado. Por eso, sería positivo enseñar al que no sabe,
si nos permiten la expresión, esto es, hacer pedagogía, formar, prevenir, distinguir,
recomendar y fijar las reglas, hasta dónde se puede llegar para luego hacer
valer la austeritas, que, en estos casos, solo unos pocos cuestionan.
Nadie está
pidiendo que cargos públicos renuncien a credos ni a opciones de participación
en sus derivados. Lo que se discute es el aprovechamiento, la manipulación, el
exhibicionismo, el apego y la invocación para desnaturalizar factores. A estas
alturas del Estado aconfesional, esas cosas deberían estar claras, pero parece
que el panorama es cada vez más complicado.
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