Iván López
Casanova
Tengo la
impresión de que en la vida personal y en la educación de los hijos cada vez va
ganando más peso el logro de las virtudes, los hábitos operativos buenos como
los describía la filosofía clásica. Porque la vida personal tenemos que
construirla cada uno. Y, lógicamente, esa edificación puede terminar en casa
ruinosa o en hogar sólido y acogedor, dependiendo, en gran medida, de los
materiales que se empleen: eso son las virtudes, los fundamentos sólidos de la
personalidad.
Antes, se
explicaba la creatividad como una especie de don que poseían algunos
afortunados. Ahora sabemos que para ser creativos se necesitan hábitos
adquiridos, y por eso es tan importante fomentar el esfuerzo en la educación
familiar. José Antonio Marina lo expone con un atractivo ejemplo: «Nadal tiene
un juego tan creativo porque ha generado una serie de hábitos musculares que le
permiten responder en la pista con una gran rapidez a los problemas». Pues
bien, los hábitos interiores son las virtudes.
Tal vez,
Aristóteles podría reclamar que esto lo expuso él en su Ética a Nicómaco,
veinticinco siglos atrás. Pero después de unos tiempos confusos, vamos llegando
a una comprensión mejor de la importancia de poseer una personalidad aprendida,
resultado de incorporar prácticas y de esforzarse. En consecuencia, el conjunto
de virtudes individuales equivale al carácter de una persona, y resulta su gran
tesoro vital.
El profesor
Marina explica su papel creciente en la educación –y en la plenitud
existencial−: «En el mundo anglosajón las virtudes están de moda. Es cierto que
las denominan strengths (fortalezas) con lo que subrayan su energía. Martin
Seligman, expresidente de la American Psychological Association, ha emprendido
un exhaustivo estudio de las virtudes a lo largo del mundo. Se titula Character
Strengths and Virtues. Él y sus colaboradores han identificado seis
universalmente valoradas: la sabiduría, la valentía, la compasión, la
templanza, la justicia y la búsqueda del sentido o de la transcendencia».
Natalia
Ginzburg en un ensayo de 1960 titulado “Las pequeñas virtudes”, incluido en un
libro con el mismo título, afirmaba: «Por lo que respecta a la educación de los
hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes.
No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la
astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el
amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y
de saber».
Los niños
deben ser ayudados para vencer su tendencia a la comodidad. Y para ello
necesitan de la exigencia educativa de sus padres. Ejerciendo la autoridad,
porque la autoridad de los padres es un derecho de los hijos. Nada menos. Y
exigiendo mucho, como la mejor muestra de cariño hacia ellos, pues resulta más cómodo
no corregir. Aspirando a formar hijos con una gran personalidad.
Virtudes en la
propia vida y educar a los hijos para ser virtuosos: sinceros, generosos,
recios, con capacidad de sacrificarse por los demás, alegres, serviciales,
responsables, agradecidos, honrados, bondadosos, desprendidos, delicados,
amables, tolerantes, sensibles ante la pobreza ajena y la injusticia: este será
el tesoro educativo que heredarán los pequeños, posesiones más importantes que los
materiales.
Una virtud
olvidada: la elegancia, el «tono que la inteligencia pone en las acciones del
cuerpo y en el comportamiento humano: en la forma de andar y en la postura, en
el modo de hablar, y de vestir, de comer y de estornudar», según Enrique Rojas.
El
entrenamiento interior −más importante que el exterior− es la lucha por
adquirir virtudes: este es el gimnasio al que hay que acudir diariamente para
construir una personalidad fuerte. El otro gimnasio, aunque no lo parezca,
sigue siendo optativo. «A nadie le gusta entrenar, pero así es la vida y
pretender hacer todo dulce, es mentir a los niños», afirma, de nuevo, Marina.
Con mucha sabiduría.
Iván López
Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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