Iván López Casanova
En una de esas conversaciones en las que se alcanza una
sinceridad cumbre, una persona que atravesaba una adicción fuerte a la
pornografía, me resumió perfectamente la cuestión: «una adicción es un intento
de huir de la realidad; si se continúa con la conducta adictiva, no es tanto
por el escaso placer que produce, sino por el odio a la realidad que sigue
presente».
Frente a esa postura, narraba Luis Cernuda cuando, en
ocasiones, llegaba al salón de su casa, al atardecer, mientras oía el sonido del
piano que lo llenaba de acordes: «Entreví entonces la existencia de una
realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no
bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo divino y alado
debía acompañarla y aureolarla». Y es esta la realidad espiritual que encierra
la aventura de descubrirla en la vida cotidiana.
A ella se refería T. S. Eliot: «La especie humana / no
puede soportar mucha realidad». Porque la realidad nos desborda y está cargada
de posibilidades. Lógicamente, si incluye lo real inmaterial, las intenciones, por
qué último de las actuaciones, los amores, por qué un astro mínimo posee vida y
no existe en millones de estrellas… Y esta deliciosa búsqueda de sentido
espiritual, por encima de lo banal, es lo que hay que transmitir educando.
Porque cuando no se percibe la espiritualidad de lo real se
puede poner a los hijos −sin mala intención, claro− en delicadas situaciones de
huida ante la realidad, por cansancio y falta de sentido. En ocasiones,
intentando que esquiven su dureza, concediéndoles muchos caprichos: gastos,
confort y, en definitiva, excesiva sobreprotección que conduce a la inmadurez
de carácter.
Además, la huida de la realidad abona el fanatismo, pues se
tiende a encajar lo real, a martillazos, dentro de un previo esquema teórico,
para obtener seguridad. Ocurre en los grupos cerrados de acción (las tribus
urbanas) o de pensamiento (las ideologías que prometen la redención absoluta
del individuo). Por último, lo ya comentado: el odio a lo real y su refugio en
las adicciones.
Frente a esto, educar en el amor a la realidad supone,
entre otros logros, conseguir que el ambiente de felicidad lo aporte la vida
familiar cotidiana: la tertulia después de comer juntos, los juegos en familia,
las bromas que gustan a quienes se las hacen, las pequeñas aventuras agrandadas
por el cariño. Y, alguna vez, un extraordinario que, por eso mismo, se valora
como tal. En suma, lo contrario al lujo, a lo sofisticado o al aislamiento
digital.
También, hacer palpable la alegría ante la excelencia de la
virtud por encima de todo lo demás. En consecuencia, lo que provocará la
felicidad y el orgullo sano de los padres serán las virtudes de sus hijos: su
generosidad, su capacidad para perdonar, su sensibilidad para detectar el
sufrimiento de alguien y paliarlo –dar una limosna, por ejemplo− y, sobre todo,
su amor a la verdad, detestando la mentira.
Por último, aprender a adornarse con lo bueno de los demás:
saber recibir sus dones. Precisamente en el mundo desrealizado de lo virtual y
del consumismo hedonista, educar en lo real supone la tarea fundamental de
enseñar a los hijos a disfrutar con los bienes de los otros como si fueran
suyos. O sea, enseñarles a querer.
En suma, lograr vínculos familiares fuertes, poseer
virtudes y hacer propio lo de los demás. Qué bien se aprecian estos rasgos en
Ignacio Echeverría: para ti y tu familia, mi agradecimiento emocionado.
El poema “Realidad”, del tinerfeño Carlos Javier Morales,
reza: «Me pareces tan pura / que eres casi imposible, / pero eres. / ¿Hasta
cuándo serás / o, al menos, / hasta cuándo podré contar contigo?». Mientras lo
real y lo espiritual se den la mano, y mientras mantengamos el asombro de ser
feliz en la vida familiar por medio de un trato familiar lleno de afecto.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
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