Iván López Casanova
Regreso del Taller de Ética de la XV edición del Máster de
Cuidados Paliativos de la Universidad Autónoma de Madrid, donde impartí tres
horas sobre fundamentación ética. Pero quien más ha aprendido he sido yo:
«Muchos estudian la forma de alargar la vida cuando lo que habría que hacer es
ensancharla». Esta sentencia de Luciano de Crescenzo, un polifacético
intelectual italiano nacido en 1928, resume bien lo vivido estos días. ¡Cuánta
sabiduría en la actuación médica de quien se enfrenta cada día con el paciente
terminal!
Sus cuidados alcanzan a lo más grande, uniendo alta
capacitación técnica y cercanía humana −escuché al Dr. Damián Muñoz una
deslumbrante sesión sobre «Medicina y compasión» llena de dignidad y
magnanimidad, sin moralinas trasnochadas−, y a lo que parece minúsculo –y no lo
es−, como lo revela el relato maravilloso, narrado por el Dr. Alberto Alonso,
de cómo mejoró la calidad de vida de un enfermo ingresado en la planta de
paliativos de un gran hospital de Madrid cuando le trajeron a la habitación su
loro, con quien había convivido más de treinta años: mejor terapia que
cualquier otra para ese paciente desahuciado, pero absolutamente digno, como tú
y como yo.
Pero lo que más me impresionó, por su carga antropológica,
fue la sesión impartida por el Dr. Ricardo Martino, una de las autoridades
mundiales en Cuidados Paliativos Pediátricos. En primer lugar, por su simpatía,
por su alegría, por su mirada luminosa y amante de la vida. De hecho, le
disgusta el término «muerte digna», y prefiere hablar de cómo ayudar a sus
pacientes niños a tener una vida cuidada y digna hasta que fallezcan –horas,
días o años: el tiempo que les quede−.
La impresión que percibí es que la triada
niño-enfermo-muerte aporta muchas claves sobre la condición humana que pueden
pasar inadvertidas en un mundo que reduce la realidad a la apariencia, en esta
sociedad de la «postverdad» dominada por un sentimentalismo que tiraniza lo
real. En cambio, para el Dr. Martino, el ser humano es persona digna,
dependiente, frágil y trascendente. Y si se acepta y comprende así, se logra
una vida −una muerte− feliz y honorable.
El niño no sufre por depender totalmente de sus padres, y
tampoco los adultos lo percibimos como una relación negativa, porque en esa
dependencia descubrimos un intercambio de amor maravilloso. Pues bien, esto que
tan claramente se vislumbra en la infancia –y en los enamorados, que cuanto más
entrelazan sus libertades, más felices son−, se pierde de vista en muchos
análisis abstractos sobre la vida humana, y nos creemos dueños totales de una
ilusoria autonomía absoluta.
Además, somos frágiles. En la infancia, de nuevo, se
aprecia de forma inmediata, pero se vuelve a oscurecer en la madurez. También
las ideologías cerradas imposibilitan esta comprensión, pues prometen la
salvación absoluta del individuo por sí mismo, asegurando que todo en él es
construcción propia, como lo hacen las ideologías nacidas de la revolución
sexual (anteriormente, la salvación se prometía desde el nivel social en el
paraíso marxista). Así, no es que muchos perciban la fragilidad y la nieguen,
sino que ni siquiera la atisban. Y por eso, los gestos médicos de los que
cuidan a los niños desahuciados suponen una ayuda inestimable para superar el
bloqueo de lo real que enjaula a muchos en discursos abstractos de gran pobreza
antropológica.
«Como con mis amigas los lunes. / No medimos el tiempo / ni
las risas. / Sobre la mesa dejamos lo que somos. / ¿Cómo voy a dudar de que
exista el paraíso / si como con mis amigas cada lunes?», escribe Inma Gómez
Cabezas expresando luminosamente nuestra dimensión trascendente hacia los
demás, nuestra nuclear necesidad de querer y ser queridos.
Amar es saber mirar. Qué viva es la mirada de mis
compañeros de Cuidados Paliativos. Qué lejos del derecho a morir y de su
terrible pendiente resbaladiza.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
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