Iván López Casanova
En muchos anuncios y videoclips musicales se asocia la
felicidad con ambientes recargados, exclusivos, refinados y sensuales; con el
éxito, el lujo, los aplausos y besitos. En consecuencia, se filtra la idea de
que el ideal humano es triunfo, estrenar ropa y coches deslumbrantes, causar
admiración y ser envidiado. El summum de este modo de entender la vida es una
fiesta de flashes, sonrisas y más besitos, la cual se emite en un anuncio tras
otro. Pues bien, a mí me parece que esto esconde una gran mentira. Y quiero
elogiar a la sencillez. A la persona natural, a la que trabaja, vive y crece
con sus amigos y su familia, a quienes dona su sonrisa y su mirada limpia.
Advertía Ernesto Sábato que al ser humano se le están
cerrando los sentidos, «y cada vez requiere más intensidad, como los sordos».
Pero el escritor argentino nos regalaba su receta para escapar de las imágenes
artificiales del hombre: recuperar «el valor de las gestas cotidianas» y de la
«magia irrecuperable de la niñez». O sea, rescatar lo sencillo: «No grandes
cosas sino pequeñas y modestisima cosas, pero que en el ser humano adquieren
increíble magnitud».
La sencillez necesita de enamorados que la sepan cantar, como Pablo Neruda, cuya “Oda a la sencillez” comienza así: «Sencillez, te pregunto / ¿me acompañaste siempre?»; y, también, de quienes la sepan defender, pues en tiempos de crisis ética los ideales de los sencillos son ridiculizados por quienes no sostienen moral alguna, porque los sienten como amenazas: «Sencillez, qué terrible lo que nos pasa: / no quieren recibirnos / en los salones, / los cafés están llenos / de los más exquisitos / pederastas, / y tú y yo nos miramos, / no nos quieren».
Una persona sencilla es aquella que interiormente es
descomplicada y, por tanto, irradia concordia hacia los demás. Por el
contrario, la inquietud imposibilita el sosiego necesario para amar y ser
amado. Y, aunque esas personas puedan aportar múltiples razones para justificar
sus intranquilidades y temores, se vuelven intratables por infelices, amargadas
e impacientes. De modo totalmente distinto, la sencillez resulta magnética, y
crea un suelo de serenidad en el que germinan las amistades hondas, logradas.
También, el sencillo se acerca a los demás y disfruta con
sus alegrías como si fueran propias, y se libra del peligro nefasto de que ante
los éxitos de los otros surja la comparación o −peor−, la envidia. Con
sencillez se logra admirar a los demás, cercanos y lejanos, que es también la
base de la amistad y del gozo, de la vida feliz y colmada. «Y así, sencillez,
vamos / conociendo / los escondidos seres, el secreto / valor de otros metales,
/ mirando la hermosura de las hojas, / conversando con hombres y mujeres / que
por solo ser eso / son insignes, / y de todo, / de todos, / sencillez, me
enamoras», dirá Neruda.
Y más. El sencillo mira las cosas y las personas con una
paz especial, porque gran parte de los sufrimientos interiores nacen de
complicaciones interiores inventadas: que si han dicho, que si han dejado de
decir, y mil quebraderos de cabeza que la imaginación agiganta; pero la persona
sencilla se olvida de sí, y goza de una maravillosa paz interior.
Además, la sencillez permite el conocimiento propio para
mejorar la vida, detectar los fallos para corregirlos sin agobios y para
afrontarlos como un desafío. Asimismo, detesta la autoevaluación interior
−porque no busca ninguna calificación−, facilita la aceptación de sí y la
entrelaza con la lucha por mejorar. Y ese conocimiento de la fragilidad propia
ayuda, también, al perdón rápido de las debilidades ajenas.
«Sencillez, / vas conmigo ayudándome a nacer, / enseñándome
/ otra vez a cantar, / verdad, virtud, vertiente, / victoria cristalina». Así
termina Neruda su poema. ¿No será que solo cantan canciones de amor, victoria y
verdad los sencillos?
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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