Iván López Casanova
Cuántas luces intelectuales enciende Hannah Arendt
cuando explica que el núcleo de su pensamiento es «pensar sin barandillas».
Ella quería involucrarse en la vida social y cultural de su tiempo «sin
adoctrinar», «pensar por libre», y luego «empezar a aprender de los demás».
Porque a esta grandeza, desde siempre se opone la triada maligna: el miedo, la
ignorancia y el odio.
El «miedo a la libertad» del que tanto habló Arendt;
y, en especial, el temor al desengaño afectivo, porque nuestra libertad no es
independiente, sino vinculada. Lo expresa bien el poema “Pobre corazón” del
tinerfeño Carlos Javier Morales: «Se te acabó el amor, la poesía, / y ya nunca
quisieras volver a emocionarte (…) / Ya no quieres volver a soñar con la niebla
de frente / y es absurdo buscar donde −piensas− tal vez no haya nada (…). / Se te acabó el amor, la poesía / y pareces al fin satisfecho, / pues no ves que tu vida también
se te acaba».
Es curioso, pero hay un vínculo estrecho entre
desamor y escepticismo para pensar que no existe ninguna verdad, que no hay
nada suprasensible; entonces, en todo se esconden unas estructuras de poder que
los desencantados pueden desvelar a los ingenuos soñadores. Desde una
perspectiva inversa, Octavio Paz defendía que había «una conexión íntima y
causal, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y
amor».
También existen ligaduras estrechas entre amor y
esperanza religiosa, como detectaba Julián Marías asombrándose ante las
numerosas personas que declaraban, al parecer sin angustia ni inquietud, que la
vida terminaba con la muerte sin más. El filósofo español se preguntaba si no
sería por su escasez de amor; porque para quien ama con intensidad, la cuestión
no resulta indiferente, pues ama eternamente (esa unión de amor y eternidad que
muestra la inolvidable canción de Silvio Rodríguez).
La ignorancia. Así, en un ambiente intelectual teñido
de desencanto y cinismo se combate, sobre todo, contra la pretensión de verdad
moral. Porque quien no cree posible el conocimiento moral tiende a cegar y
considerar negativa o dañina cualquier fuente vertical de entusiasmo ético que
eleve el alma. Por tanto, se tiende a arrasar con cualquier tipo de saber que
rompa la quietud horizontal del hombre pegado a tierra. De ahí, las iniciativas
para suprimir las asignaturas de humanidades –Filosofía, Literatura, Arte, etc.−, y los intentos para censurar toda manifestación
religiosa en el espacio público; también su enseñanza, aunque los padres la soliciten.
El odio. Aunque se aporten algunos razonamientos para
justificar esas posturas, tras las palabras se percibe menosprecio a las
humanidades y resentimiento cercano al aborrecimiento o al odio de lo
religioso, lo cual dificulta la convivencia social entre creyentes y no
creyentes.
Propongo una triada benigna. En primer lugar, no
dejar nunca de soñar, de amar y seguir amando a pesar de las experiencias
negativas y de las heridas biográficas, para superar el miedo que hace
individuos solitarios y desconfiados. Junto a ello, amar la cultura y seguir
formándose; evitar los “ismos”, las posturas antirreligiosas o anti cualquier
otra cosmovisión −puesto
que casi siempre nacen de resentimientos no confesados− y las escuelas de pensamiento militante que
uniforman y excluyen –feminismo cerrado incluido−.
Por último, una actitud social contra el odio. Hannah
Arendt hablaba con frecuencia de la importancia de «la confianza hacia los
hombres» para construir el nosotros social. Se trata, entonces, de amar la
pluralidad, de aprender a convivir creyentes y no creyentes en el espacio
público; de respetar la experiencia religiosa de las personas con independencia
de su credo.
Se trata de amar las normas éticas que no son
barandillas, que no limitan, que forman el suelo de lo humano, que favorecen la
vida lograda, que posibilitan la donación, que iluminan para el arte de vivir.
Pensar y amar sin barandillas significa, entonces, superar el miedo, la
ignorancia y el odio. ¡Qué distinto!
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
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