Evaristo
Fuentes Melián
Con
motivo del reciente aterrizaje de una avioneta en la playa de Las Teresitas,
recuerdo que en el ámbito del Valle de La Orotava donde vivo, he conocido
varios pilotos aéreos y todos ellos tienen, por qué no decirlo, ‘un gramo de
locura’, que es el título de la célebre recordada película del mismo título
(1955), protagonizada por un orate llamado Danny Kaye. Uno de estos pilotos, de
nombre Gilberto, por aquellos años, pilotaba avionetas por afición en el
Aeroclub. Era un portuense empedernido; ya destacaba en el colegio de curas
como un alumno especialmente displicente en sus contestaciones en los exámenes
orales. Por ejemplo, en religión oral, a la pregunta: ¿Quién es Dios?
Respondió: ¡No tengo el gusto de conocer a ese señor!
Cuando
cogió ya, por fin, una avioneta en sus manos y le dejaron volar a él solo, se
dio unas pasaditas rasantes por el campo de fútbol portuense de El Peñón,
durante un partido y, al decir de los testigos, espectadores y jugadores se
tiraron al suelo en plancha (o en 'planteó’, como se decía antaño), pero no en
busca de la pelota o de un remate a gol, sino ‘cuerpo a tierra’ huyendo del
aparato de Gilberto.
Otro
caso similar en audacia e intrepidez hubo en La Orotava. Un compañero de
colegio de nombre Juan José (J.J.) durante los años cincuenta estaba de
cantante guía, dirigía las canciones litúrgicas religiosas en los salesianos y
ya despuntaba por su fina voz de tiple, que luego devino en tenor de finos
registros agudos. Poco después de salir de las aulas del bachillerato de seis
cursos, se enroló en el Aeroclub.
Después de varios vuelos acompañado de instructor, le dejaron la avioneta
por vez primera para él solito, con permiso solamente para volar en el cielo de
Los Rodeos. Pero JJ, haciendo caso omiso, se animó airoso y se fue a dar unas
vueltecillas por Bajamar. Los bañistas
que echados de dos en dos se untaban armoniosamente cremas protectoras y cogían
sol soporíferamente en las piscinas bajamareras, fueron sorprendidos
inopinadamente y tuvieron que correr y botarse al agua para huir de la cercanía
aparatosa del aparato pilotado por JJ. Pero al regreso al aeropuerto hubo una nube
maligna e imprevista que se cruzó en el camino y espacio acostumbrado. JJ tomó otros derroteros, otra ruta de
acercamiento a la pista de aterrizaje. No la encontró. No llegó. Terminó
‘aterrizando’ en una ladera escarpada, zona de los bajos del monte de Las
Mercedes. La suerte, no obstante, le acompañó. Rociado de gasolina debido al
encontronazo, consiguió salir con vida, pero en aquellos andurriales quienes
primero aparecieron por una vereda fueron un burro y su dueño, un campesino que
colgaba típicamente de su labio inferior el típico ‘fedora’, una marca de
cigarrillo popular semi encendido, que es como siempre lo llevan los
agricultores auténticos en el medio rural.
Lo primero que le dijo JJ al susodicho dueño del burro fue: ¡ayúdeme, compañero,
pero antes apague el cigarro, por favor, que esto no es agua, sino gasolina!
Así
me lo confesó en su momento el interfecto JJ, que padeció, como secuela del
golpe, una ligera cojera de por vida y que desgraciadamente falleció cuarenta
años después, por una enfermedad no directamente relacionada con el accidente,
acaecido en julio de 1960.
Espectador
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