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sábado, 31 de diciembre de 2016

PILOTOS DE AVIONETAS

Evaristo Fuentes Melián

Con motivo del reciente aterrizaje de una avioneta en la playa de Las Teresitas, recuerdo que en el ámbito del Valle de La Orotava donde vivo, he conocido varios pilotos aéreos y todos ellos tienen, por qué no decirlo, ‘un gramo de locura’, que es el título de la célebre recordada película del mismo título (1955), protagonizada por un orate llamado Danny Kaye. Uno de estos pilotos, de nombre Gilberto, por aquellos años, pilotaba avionetas por afición en el Aeroclub. Era un portuense empedernido; ya destacaba en el colegio de curas como un alumno especialmente displicente en sus contestaciones en los exámenes orales. Por ejemplo, en religión oral, a la pregunta: ¿Quién es Dios? Respondió: ¡No tengo el gusto de conocer a ese señor!

Cuando cogió ya, por fin, una avioneta en sus manos y le dejaron volar a él solo, se dio unas pasaditas rasantes por el campo de fútbol portuense de El Peñón, durante un partido y, al decir de los testigos, espectadores y jugadores se tiraron al suelo en plancha (o en 'planteó’, como se decía antaño), pero no en busca de la pelota o de un remate a gol, sino ‘cuerpo a tierra’ huyendo del aparato de Gilberto.

Otro caso similar en audacia e intrepidez hubo en La Orotava. Un compañero de colegio de nombre Juan José (J.J.) durante los años cincuenta estaba de cantante guía, dirigía las canciones litúrgicas religiosas en los salesianos y ya despuntaba por su fina voz de tiple, que luego devino en tenor de finos registros agudos. Poco después de salir de las aulas del bachillerato de seis cursos, se enroló en el Aeroclub.  Después de varios vuelos acompañado de instructor, le dejaron la avioneta por vez primera para él solito, con permiso solamente para volar en el cielo de Los Rodeos. Pero JJ, haciendo caso omiso, se animó airoso y se fue a dar unas vueltecillas por Bajamar.  Los bañistas que echados de dos en dos se untaban armoniosamente cremas protectoras y cogían sol soporíferamente en las piscinas bajamareras, fueron sorprendidos inopinadamente y tuvieron que correr y botarse al agua para huir de la cercanía aparatosa del aparato pilotado por JJ. Pero al regreso al aeropuerto hubo una nube maligna e imprevista que se cruzó en el camino y espacio acostumbrado.  JJ tomó otros derroteros, otra ruta de acercamiento a la pista de aterrizaje. No la encontró. No llegó. Terminó ‘aterrizando’ en una ladera escarpada, zona de los bajos del monte de Las Mercedes. La suerte, no obstante, le acompañó. Rociado de gasolina debido al encontronazo, consiguió salir con vida, pero en aquellos andurriales quienes primero aparecieron por una vereda fueron un burro y su dueño, un campesino que colgaba típicamente de su labio inferior el típico ‘fedora’, una marca de cigarrillo popular semi encendido, que es como siempre lo llevan los agricultores auténticos en el medio rural.  Lo primero que le dijo JJ al susodicho dueño del burro fue: ¡ayúdeme, compañero, pero antes apague el cigarro, por favor, que esto no es agua, sino gasolina!

Así me lo confesó en su momento el interfecto JJ, que padeció, como secuela del golpe, una ligera cojera de por vida y que desgraciadamente falleció cuarenta años después, por una enfermedad no directamente relacionada con el accidente, acaecido en julio de 1960.


Espectador

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