Odalys Padrón
Cada octubre, nuestros gobernantes cambian la hora para
ahorrar energía, es lo que dicen. Una medida loable si lo que pretenden es
preservar el medio ambiente dado que la producción eléctrica a partir de
combustibles fósiles genera, entre otros efectos, la emisión de óxidos de
nitrógeno y dióxido de carbono, gas causante del efecto invernadero y principal
responsable del cambio climático. Cambiar la hora, para ahorrar energía, puede
ser un pequeño paso para el hombre y un gran paso para el planeta. Magnífico
eslogan.
Esta encomiable acción, la de cambiar la hora, se desvirtúa
al llegar diciembre y comprobar como esos mismos gobernantes, que apelaban al
ahorro energético, ahora llenan la ciudad de luces. La pregunta que uno se hace
es ¿existe alguna ley física, que desconocemos, que impide la contaminación
ambiental en diciembre? No se ha publicado ninguna reseña científica a este
respecto, así que va a ser que no. El motivo es, según los especialistas de
marketing, que las luces que inundan las calles y los comercios animan e
incitan a consumir. Tanto la iluminación como la música navideña aumentan las
ventas en Navidad. No hablamos de ahorro energético, hablamos, simplemente, de hipocresía.
El fariseísmo de la Navidad, durante este período, es
contagioso. Se confunde el ser con el tener. Son muchos los que muestran un
carácter totalmente artificial y falaz. No se cultivan los valores humanos, que
sería lo consuetudinario con la tradición original, todo lo contrario, se
fomenta la tradición consumista. Durante estas celebraciones el consumismo es
el rasgo predominante desbancando al espiritual. Un consumismo que remarca aún
más, si es posible, la enorme desigualdad económica existente entre las
familias de diferentes clases sociales. Estas evidentes desigualdades provocan
la aparición de recogidas “solidarias” de alimentos y juguetes. Acciones en las
que hay de todo, como en botica, algunas son legítimas y otras cuestionables ya
que utilizan el hambre ajena para un lucro personal. En la mayoría de los casos
disfrazan beneficencia y caridad con solidaridad.
La caridad, que deja al necesitado en el mismo lugar que se
encontraba antes de la ayuda, no es más que un acto que sirve para tranquilizar
la conciencia del “caritativo”, el que da la limosna, sin transformar la
situación vital del “auxiliado”. Acostumbran a la gente a la beneficencia como
si fuera legítimo e irremediable que existan ricos y pobres, aceptando y
fortaleciendo esta diferenciación como si constituyera un sistema establecido y
consolidado e inamovible. Esta práctica refuerza las relaciones de poder dado
que la caridad se ejercita de arriba hacia abajo humillando a quién la recibe y
reforzando las estructuras que dan lugar a estas discriminaciones.
Estos espectáculos “caritativos” donde se recogen productos
para los más desfavorecidos están siendo permitidos y en algunos casos
fomentados y avalados por las Instituciones “públicas” demostrando una
flagrante dejación de sus obligaciones como garantes de la Justicia Social. Son
las instituciones las que deben trabajar para dar a los más desvalidos lo que
por ley les pertenece. Son los políticos, como gestores de la Administración
“Pública”, los que deben crear las condiciones para que la sociedad se
desarrolle con igualdad de oportunidades, esto es, mediante un trato
horizontal, de igual a igual.
Los gestores de los público no están realizando esta labor
dado que, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico (OCDE), España es el país, dentro de los que constituyen la OCDE, en
el que más ha crecido la desigualdad desde el inicio de la crisis, tan sólo por
detrás de Chipre y superando hasta en catorce veces a Grecia. Y si nos
comparamos con los países de la Unión Europea, España es el segundo, sólo por
detrás de Estonia, donde más ha crecido la distancia entre rentas altas y
bajas. Además, informes de prestigiosos organismos denuncian que la reforma
fiscal impuesta por el Partido Popular “es una herramienta para garantizar
privilegios a unos pocos” que no ha conseguido, o no ha querido remediar, que
la inversión en paraísos fiscales creciera un 2.000%.
No es de extrañar estas hipocresías que constituyen una
constante en la política actual. A este respecto, y a pesar de la opresiva Ley
Mordaza hay manifestantes que valientemente han portado pancartas con lemas que
lo constatan y resumen pedagógicamente: “¿la educación?...privada, ¿la
sanidad?...privada, ¿la justicia?...privada, ¿la banca?...privada, ¿la
deuda?...ah, esta sí es pública”. No en vano, muchos sociólogos estiman que la
política es un espacio que se presta admirablemente al uso de la hipocresía, a
sustentarse en apariencias. Para el Premio Nobel de Literatura, José Saramago,
vivimos en un mundo hipócrita, injusto y de mentiras sistemáticas, donde hace
falta más crítica y más valentía para enfrentar nuestras propias convicciones
porque el silencio es lo peor que hay.
También debemos ser conscientes de que tener políticos
hipócritas se debe, en gran parte, a los ciudadanos que a la hora de votar no
castigan estas actividades asumiendo estos comportamientos como aceptables. La
hipocresía, el cinismo y la mentira deben ser repudiados y nunca premiados a
través de las urnas dado que no son instrumentos válidos para la
gobernabilidad. Como dijo Tennessee Williams “la única cosa peor que un
mentiroso es un mentiroso que también es hipócrita” y de eso sabemos mucho en
este país donde las redes sociales se hacen eco de ello a través de reflexiones
muy ilustrativas: “Aznar no sabía que su partido tenía caja B, pero sí que en
Irak había armas de destrucción. A eso, en España, lo llaman política”
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