José Sebastián Silvente
Hace unos días, decidí salir a hacer un poco de sano
ejercicio por uno de los parques que hay cercanos a mi casa. Hacía calor y,
tentado por la frondosa sombra que proyectaban las encinas, hice un alto en el
camino y me senté en un banco para descansar un rato.
Después de algunos minutos absorto en mis pensamientos alcé
la vista y, de repente, como una persona dormida que abre los ojos en pleno
sueño, contemplé ante mí, gratamente sorprendido, el esplendoroso contraste que
presentaban los árboles en estas soleadas mañanas de otoño: Ficus, hibiscos,
naranjos, palmeras, glicinas, parkinsonias… componían una hermosa paleta de
tonalidades que va desde la gama de los verdes hasta los rojos, y de los
amarillos a los ocres, con los que la naturaleza había engalanado el parque de
mi ciudad. No me percaté en profundidad, hasta entonces, del maravilloso efecto
que la luz ejerce sobre el follaje ni de su espectacular entramado de colores.
Hasta ese momento yo no era demasiado
consciente de que veía pero no miraba, pensaba pero no sentía, caminaba
pero no observaba…
En ese instante, se me hizo tristemente presente la idea de
que vivimos sin ser plenamente conscientes de muchas de las cosas que pasan a
nuestro alrededor, ya sea porque estamos ocupados con nuestros problemas, ya
sea porque no prestamos atención a todo lo que nos rodea, o tal vez porque no
somos capaces de aprehender lo que hay detrás de la apariencia.
Nos protegemos de la realidad externa mediante un barniz de
insensibilidad que nos sirve de “escudo”
ante cualquier situación que presumiblemente pueda perturbar nuestras rutinas
cotidianas. Pero, de alguna manera, en la medida que perdemos la capacidad de
admiración, de asombro y percepción de las cosas, es como si ya empezáramos a
morir un poco. Y eso pasa porque vivir es experimentar; es hacerse parte de lo
consustancial a todo lo humano.
A medida que pasan los años, se comprende que la felicidad,
o mejor dicho, los momentos de felicidad, son una meta muy difícil de alcanzar,
pero resulta aún más difícil aceptar que estamos a merced de lo imprevisto; que
el azar, ese director de escena de nuestra vida, ese conductor, a veces cruel,
a veces compasivo y a veces cautivador, puede alterar nuestro devenir y que
nuestro destino es tan frágil como una hoja que se mueve a merced del viento o
la débil frontera que separa la vida de la muerte.
No tenemos ni la más mínima garantía de que vamos a estar
vivos mañana ni de lo que nos puede suceder, incluso dentro de un momento. Pero
nos sentimos tentados a creer que estamos protegidos por esas rutinas y que
todo acontece según unas pautas proyectadas que podemos predecir.
Lo mismo que nos engañamos sobre nuestro porvenir, pensamos
también que la lógica guía nuestras acciones y subestimamos el poder de las
emociones y los sentimientos, pero es el inconsciente quien casi siempre decide
nuestras elecciones, incluso las más intrascendentes.
Nuestra existencia está dominada por la casualidad, lo que
no es óbice para que consigamos mantener un cierto equilibrio, gracias al
conocimiento de nuestras limitaciones. Me viene a la memoria una frase de un
libro que leí hace tiempo sobre filosofía oriental: “Somos pensados por
nuestros pensamientos”, lo que en el fondo significa que nuestra vida está
determinada por factores que escapan a nuestra voluntad y sobre los que no
tenemos ningún control.
Pero siempre es mejor abrir los ojos ante la realidad, por
cruel que nos parezca, que cerrarlos para evitar el sufrimiento. Saber lo que
pasa, lo que nos pasa y por qué nos pasa, es mejor que refugiarse en la
inconsciencia.
Como escribiera Montaigne, en sus ensayos “Morimos porque
estamos vivos” y eso… siempre es un consuelo.
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