Iván López
Casanova
Aprovecho
la Navidad para abordar, aunque solo sea en clave filosófica y cultural, una
cuestión oportuna: ¿qué decir sobre el acceso racional a Dios o la experiencia
religiosa a la altura del siglo XXI?
En primer
lugar, hemos superado el choque entre Ciencia y Religión tan típico del siglo
XIX, al entender que ambas encierran puntos de partida y métodos diferentes,
aunque complementarios. En palabras del filósofo contemporáneo Javier Gomá,
sabemos que «el postulado del positivismo (que el mundo de la experiencia agota
toda la realidad) es una creencia tan indemostrable como su contraria». Y, de
hecho, hay grandes científicos que son muy creyentes, y otros que son
agnósticos o ateos.
Además, de
nuevo con citas de Gomá, la filosofía ha comprendido que para las cuestiones
religiosas «el amante precede siempre al conocedor y ningún ser es conocido sin
previamente haber sido captado y querido en su valor». Por ello, «una
incredulidad de partida cierra el paso a ciertas verdades que solo se abren al
conocimiento de quienes se arriesgan a confiar en ellas porque en estas
materias no hay modo de obtener una prueba». ¡Qué distinto del lenguaje
científico!
A mi modo
de ver, la mejor manera para entender la experiencia religiosa consiste en
mostrar una vida o narrar una conversión, y no en discutir o buscar argumentos
vencedores. Un ejemplo: la hermana pequeña del filósofo y escritor judío
Bernard-Henri Lévy, de quien dirá: «Con la seguridad e intensidad con la que
hablaba entendí que no era una chiquillada, sino una auténtica experiencia
interior».
Verónique
fue educada en el ambiente aristocrático de un judaísmo laico en el que sus
padres le recordaban que en su apellido llevaba inscrito el nombre de una tribu
de Israel. Pero al fallecer su abuela, la niña se rebelará contra el mundo. Y
en una velada nocturna en que su padre le pregunta qué quiere ser de mayor,
ella responderá: “puta”.
Así, de una
vida totalmente disoluta será recogida de la calle por un desconocido que la
depositará en una iglesia y desaparecerá. Después, «en pocas semanas Dios me
reconstruyó», afirmará Verónique. En ese tiempo, su hermano preparaba una
exposición sobre la verdad y la pintura, para la que recorría los museos de
todo el mundo buscando cuadros de la Verónica que había limpiado el rostro de
Cristo. Esta sorprendente coincidencia turbó al intelectual agnóstico
Bernard-Henri, que asistió al bautizo católico de su hermana en 2012.
Posteriormente,
Verónique narrará su experiencia espiritual íntima en estos términos: «La
Iglesia es el hospital de las almas heridas, esas que la psiquiatría y la
psicología no han podido consolar. Ella abre un camino de libertad, deshace los
nudos».
Además, la
figura de Jesús de Nazaret aporta una fuente de sensibilidad cordial que la
civilización occidental debería valorar en mucho. Lo expresa bien el poema
“Carta” del esloveno Boris A. Novak:
«Muy a
menudo –es raro− pienso en ti, / en quien no creo. Y, sin embargo, solo /
ante ti me arrodillo en el silencio / desgarrando remiendos de palabras / y
sangrando lo mismo que en la infancia. Tú habitas la indigencia compungida / de
cuantas manos tienen mortal miedo / de heridas. Di, Jesús, ¿dolía mucho?
La mano es
una carta. Para el tacto. Y también / para los niños. Di, Jesús, ¿dolía mucho?
/ Si hubiera estado allí, yo te hubiera aliviado tomando entre las mías tu mano
ensangrentada».
En resumen:
hay personas con –y sin− experiencia interior poética, pictórica, etc.
Y también, religiosa. Y esas realidades interiores merecen un respeto inmenso,
porque alimentan el corazón y porque forman el suelo último del sentido para la
vida.
Y para
intentar que quienes no han tenido experiencia religiosa comprendan a quien sí
la posee, transcribo la mejor explicación que conozco, la de Georgette
Blaquière: «Creer en Dios no es creer que Dios existe, sino creer que yo existo
para Dios». ¡Feliz Navidad!
Iván López
Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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