Iván López Casanova
Si algún libro ha cautivado a millones de lectores por su
magia lírica, por su ternura, por su belleza literaria, por su misterio y por
otros cien encantos, ese es El Principito de Antoine de Saint-Exupéry. Pero si
hubiera que destacar un rasgo, escogería el que refiere Rafael Tomás Caldera en
su ensayo La existencia abierta: «Que todo lo real aparece como ordenado al
amor. Y se presiente el Amor que funda el universo entero».
El Principito es la última obra de Saint-Exupery, y en
ella desea resumir todo lo que ha aprendido sobre amor, felicidad y fidelidad,
después de una vida llena de rupturas y reconciliaciones, de momentos dulces y
de otros duros y amargos, con su única esposa, Consuelo Suncín-Sandoval. El
escritor francés fallecerá al poco tiempo pilotando un avión de combate en la
Segunda Guerra Mundial. Después, ella redactará Memorias de la rosa, donde lo
rememora diciéndole: «Dame tu pañuelo para escribir en él la segunda parte de
El Principito. Ya nunca más serás una rosa con espinas, sino la princesa de
ensueño que siempre espera al Princi¬pito. Y te dedicaré el
libro».
¿Qué nos enseña este cuento maravilloso? En primer lugar,
a rechazar el racionalismo, al hombre adulto que con la ciencia y los
argumentos −sumando
y restando números− pretende entender las cuestiones amorosas. Porque para
comprender la vida afectiva hay que saber entrever la «luz en el misterio» de
la presencia del otro y tener «los ojos absortos por el asombro». Es la
racionalidad personalista, distinta de la del que quiere entender todo
encadenando razonamientos: «Nosotros, que comprendemos la vida, nos burlamos de
los números».
Inmediatamente, Saint-Exupéry nos ofrece la antropología
precisa para comprender lo esencial sobre el amor: «En el planeta del
principito, como en todos los planetas había hierbas buenas y hierbas malas».
Es decir, que toda existencia supone lucha para que la libertad impida que
crezcan las inclinaciones negativas, porque «si un baobab no se arranca a
tiempo, ya no es posible desembarazarse de él». Así pues, une amor y lucha
moral tras su propia experiencia vital. Y se posiciona a ciento ochenta grados
de las opiniones del feminismo radical donde todo es elección y donde lo ético
se desconecta de lo afectivo, como si fuéramos seres inmaculados.
Ahora ya puede exponer el enamoramiento por su rosa, su
deslumbramiento inicial −«¡qué hermosa eres!»− y, junto a ello, sus tempranas indecisiones.
Pero entonces, en lugar de dudar del amor, duda de sí
mismo. Porque cuando escribe su obra, sabe que «era demasiado joven para saber
amarla». Y esto conlleva a la necesidad de enseñar a amar a los jóvenes y
realza la importancia de estar toda la vida aprendiendo a querer.
Pero el Principito inicia una fuga con la que intenta
saciar su sed de amor: conocerá el poder, la admiración, el placer, el dinero,
el trabajo y la sabiduría. Y comprobará cómo nada calma su sed de amor. Y
entonces, llorará su desamor sin resentimiento.
«No puedo jugar contigo –dijo el zorro− no estoy domesticado». A
partir de aquí, entendemos que domesticar «significa
crear lazos», vínculos. Es más, que la libertad humana es
vinculada y que, precisamente, los lazos permiten nuestra libertad. También,
que «no se ve bien sino con el corazón», y que «lo esencial es invisible a los
ojos». Y el Principito comprenderá que el tiempo que perdió por su rosa «hace
que su rosa sea tan importante». Que las demás flores son bellas, pero solo una
rosa ha sido domesticada con una alianza: «Nadie os ha domesticado. Nadie puede
morir por vosotras».
«Lo que me emociona tanto en este principito es su
fidelidad por una flor». Este es la peripecia vital de Antoine y Consuelo de
Saint- Exupéry: fueron fieles. Y es que para amar hay que permanecer, y «buscar
con el corazón», porque «eres responsable de lo que has domesticado».
¡Cuánta belleza en la fidelidad!
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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