Iván
López Casanova
Cuando
Ortega y Gasset llega a Buenos Aires en plena Primera Guerra Mundial y dicta su
primera conferencia, aprovecha la circunstancia de hallarse en un teatro para
empezar su discurso hablando de una noble capacidad del ser humano: la palabra.
Y vale la pena volver a escucharle, a un siglo exacto de distancia: «La palabra
es confesión (…). La plenitud de su misión consistirá en un verter nuestra alma
sobre el alma ajena intentando romper la terrible, radical soledad de los
espíritus…».
Al
poco, el orador retoma la cuestión: «Frente a esta soledad nativa tiene la
palabra un oficio exquisitamente religioso porque religión es obra de ligar, de
comunicación, de comunión. Recordad la más bella palabra del Cristo, palabra de
trascendente democracia: Siempre que estéis juntos me tendréis entre vosotros».
Transcribo
estas consideraciones del pensador español porque en el tiempo actual me parece
muy necesario subrayar la importancia de la palabra sincera, pues se encuentra
muy desvalorizada como consecuencia de la excesiva preocupación por lo
exterior, acaso también por un olvido de la necesidad capital de alimentar «la
estatura interior», al decir de Carlos Marzal. Con la sinceridad traspasamos la
heladora soledad del individualismo y nos penetra la cercanía calurosa de los
demás.
Pero
Ortega no se detiene en este fruto de la palabra transparente, y llega más
lejos: «Porque, hablando cada cual con el fondo insobornable de sí mismo, es
como comprendemos, como entendemos mejor a los demás». Y de un modo muy
similar, aborda esta cuestión esencial un pensador francés contemporáneo,
Christian Bobin: «Siempre doy al otro el crédito de la novedad increíble de su
existencia, pero ese crédito se va a agotar si el otro malgasta esta maravilla
para ser como todo el mundo. Entonces, ¿cómo hablar con alguien? Así es
imposible».
En el
mundo multicultural que vivimos, estas reflexiones encierran una primera
consecuencia decisiva: la mejor manera de convivir en una sociedad plural es la
de afirmarse en la propia identidad cultural –moral, religiosa− y exponerla con
sinceridad. De este modo, con esa misma honestidad respetaremos el modo de ser
de los otros con sus diversas raíces culturales, sociales o religiosas
distintas a las nuestras. Y otra consecuencia sorprendente: quien se deja arrastrar
por las corrientes de moda y hace lo que todo el mundo suele ser bastante
intransigente con el que se sale del grupo, acaso para ocultar la debilidad
real del suelo de sus convicciones.
¡Qué
distinta es la actitud de Bobin!: «Las opiniones no me interesan. Lo que me
emociona es cuando el otro pone todo el peso de su vida en la balanza de las
palabras y el apoyo de su pensamiento». En efecto, lo que opine una persona no
me separa ni me une a él –ese es el sentido del no me interesan−, porque existe
respeto a todas las opiniones; pero es su sinceridad lo que nos lleva a una
profunda comunión con «las manos de otros solitarios», ahora al decir de
Octavio Paz.
Pero
aún hay más. Afirma el psiquiatra John Powell que la sinceridad es una pieza
indispensable para el conocimiento propio y para la madurez psicológica, porque
somos seres en relación: «Debo ser capaz de decirte quién soy antes de poder
saberlo. Y debo saber quién soy antes de poder obrar auténticamente, es decir,
de acuerdo con mi verdadero yo».
Un
plexo de consecuencias valiosas se entrelazan alrededor de la sinceridad:
compartir la soledad, la comprensión del otro, el conocimiento propio, la
maduración interior… Y, de fondo, decir lo que realmente pensamos y expresar lo
que realmente amamos. O sea, ser y respirar con naturalidad.
«No
ocultes tu verdad porque haga daño, / ni evites el dolor que está en tu vida. /
Entrega lo que tengas –canto, herida− / pero entrega: no pases como extraño»,
cantó la poeta Julia Prilutzky Farny nacida en Ucrania, pero cuya vida
literaria se desarrolló en Argentina.
Iván
López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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