Iván
López Casanova
«Que el
hombre sea, en tanto que viviente, un ser activo que realiza operaciones,
decide y elige, no debería hacernos olvidar que también es un animal patético,
alguien a quien le pasan cosas, con más frecuencia incluso que cuando tiene en
sus manos la iniciativa de los acontecimientos», nos explica Daniel Innerarity,
porque, asombrosamente, fue algo que pasó inadvertido para el ilustrado
pensamiento de la Razón.
Pero no
para la meditación intelectual de María Zambrano, discípula de Ortega y Gasset
entre los años veinte y el comienzo de la Guerra Civil. En ese periodo recibió
de su maestro una reflexión filosófica sobre la realidad radical de la propia
vida, la llamada «razón vital»: la vida de cada uno había que hacerla con
esfuerzo y sin falsificaciones, levantarla en vilo. Pero ella había sufrido la
enfermedad, y esa soledad y reposo le dejó su claridad: no todo en la vida es
hacer, sino que también existe el ámbito de la esperanza, lo pasivo y lo
trascendente; sin esto, la vida humana quedaba incompleta.
«Porque
hay música que llega sola, hay música que sale ella solita en el silencio, que
brota como una flor increíble, como una flor impensable, como una flor sin
programa, sin forma», declaración en la que late toda la filosofía de Zambrano:
si el corazón se prepara adecuadamente, será capaz de recibir la sabiduría que
flota en el ambiente, intemporal, que atraviesa las culturas y las fecunda. Se
trata de acoger «la palabra esencial en el tiempo», por usar la conocida
expresión de Antonio Machado; o a la «razón poética», como denominará María
Zambrano a su propia filosofía.
Y esto
arrastra importantes consecuencias prácticas. En primer lugar, comprender que
los problemas vitales no son solo teóricos, sino que necesitan de la unión de
conocimiento (activo) y de amor (pasivo) para su resolución. En su obra Delirio
y destino, Zambrano escribe. «¿Cabe entender las entrañas, desentrañar sin
entrañarse al mismo tiempo?». Y esto significa muchas cosas. Por ejemplo, que
los conflictos familiares en los que se deteriora la relación interpersonal se
vuelven irresolubles. Pero también lo contrario, que cuando se abordan los
problemas con una base de perdón, de cariño, se ven con una óptica nueva y se
puede encontrar, casi siempre, una salida.
Más. La
principal educación ética no depende tanto de la repetición de una lista de
normas y deberes morales cuanto de la construcción de un sujeto moral puro,
limpio, al que transmitimos –sobre todo con el ejemplo− una actitud de amor
profundo a la verdad y una fuerte aspiración a la excelencia ética por encima
de casi todo lo demás.
Por
último, Zambrano supo tratar con maestría sobre el entrelazamiento entre el
amor y la libertad: «Una de las indigencias de nuestros días es la que al amor
se refiere (…). Pues la libertad ha ido adquiriendo un signo negativo como si
al haber hecho de la libertad el a priori de la vida, el amor, lo primero, la
hubiera abandonado. Vivir el lado negativo de la libertad parece ser el destino
que ha de apurar el hombre de nuestra época».
Si alguien
previno del riesgo de asfixiar el amor con un excesivo dominio de lo activo
−del dominio racional− también de la contraria dictadura de lo instintivo
–ambos hijos de una libertad mal entendida−, esa fue María Zambrano en su
ensayo “Dos fragmentos sobre el amor”. Ella supo entrever que la condición
humana encierra ser y no ser, acción y pasión, y habló de la necesidad de que
el amor sea también donación, sacrificio, entrega, un «aprender a morir». Así
el ser humano recuperará eso pasivo y trascendente que lo completa para su realización en plenitud. Sin ello, «el hombre
se banaliza y la naturaleza humana, a fuer de demasiado humana, puede caer
hasta la abyección».
Lo
pasivo, el corazón limpio que recibe la sabiduría, que la paladea sin prisa.
Iván
López Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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