Rosario Valcárcel
Me
llamo Lucifer, aquel que trae la luz. Así cantaban los ángeles menores, hasta que les fue prohibido este
canto. Desde entonces, mi apodo corroe los tiempos anunciando aquel que
tiende trampas… (Nostalgia del Amor
Ausente, Walmor Santos)
Todos
los años en el mes de septiembre vuelvo a la casa de mi infancia en donde los
objetos, los amigos y la familia esperan mi regreso. Vuelvo al Municipio de
Tijarafe, en la isla de La Palma. Vuelvo a la Fiesta del Diablo.
A un pueblo, a una plaza en donde
converge el mundo entero, donde los vecinos de los alrededores, hombres,
mujeres y niños de otros lugares se reúnen para hablar y tomar una copa, para
esperar a aquel Diablo que echaron del Paraíso.
Para bailar con Él, para sumergirnos
en su danza, en la lucha entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad,
lo permitido y lo prohibido. Para chapotear en el pecado. Así aquella madrugada
del día siete de septiembre, un jubiloso grupo escucha junto a la iglesia a un
grupo musical. Luis y yo bailamos entre tibias y apasionadas respiraciones,
alrededor de parejas que se meten mano, que se besan que acechan por el rabillo
del ojo por dónde iba a aparecer el anfitrión de la noche.
De pronto una corte de gigantes y
cabezudos con su Rey y Reina irrumpe en el centro de la plaza y, como si una
bandada de palomas volara, ciento de bengalas llenaron el cielo de colores
brillantes. A mí se me iluminó el rostro, me emocioné. Era el Día de la Virgen.
Mientras, en un lugar secreto, el
Diablo oculto se prepara para salir. Oigo un cierto revuelo, el ritmo de la
música sube más, y más, retumba. Por unos segundos reina una especie de calma,
pero en seguida se produce un frenesí, una punzada de emoción y se escucha
igual que si fuese un himno:
- “Tiritití, ti, tirirití, ti, ti el
Diablo va a salir
Las voces se unen, resuenan entre
gritos y exclamaciones. Yo me refugio en el temblor del festejo cuando de
pronto aparece el Diablo. Me quedo paralizada. Otros afanados aplauden, cantan:
- ¡Si, sí, sí, el Diablo ya está aquí!
El
pueblo entero palpita, se estremece. En medio de una niebla roja aparece su
silueta fantasmagórica y yo recuerdo tiempos de mi adolescencia cuando éramos
solo sombras inocentes en la oscuridad.
Ahí
estaba el Príncipe rebelde, e igual que un espectro que sobrevive, saluda
jubiloso, saluda conquistador, el público se le abalanza, y la efervescencia
estalla igual que una catarata. Toda la plaza le rodea, le rinde homenaje como
a un dios.
Fue un momento desenfrenado. El Diablo con su
tridente en la mano danza al compás de la música, gira a nuestro alrededor.
Desata las pasiones, se entrega a su ceremonia, a su cólera posesa. ¿Cómo
podíamos unirnos a él? Eso casi era un sacrilegio.
Prendados de aquel Demonio nadie se acuerda
de la condenación del alma, ni de las religiones que han gobernado las vidas.
Comprendo que era una fiesta.
El Diablo con su mirada feroz se
pavonea de su gloria, flota sobre el aire del verano, abre fuego con su carcasa
cargada de munición, arremete con los ojos y las manos, con el tronco y la
cola. Los rostros se arremolinan entre las ascuas de la pasión. A mí me
envuelve una intensa alegría, y al ritmo de la música mi cuerpo se acurruca al
cuerpo de mí acompañante, sin dejar de cantar en voz baja:
- ¡Si, sí, sí, el diablo ya está
aquí!
Algunos intrépidos, intentan tocarlo
adularle, jugar con él. Él, indomable y resplandeciente se escabulle, se sacude
como un perro. Majestuoso suelta chorros de fuego. Los que están más cerca
salen despavoridos como quienes ven al mismo Demonio. Así durante unos veinte
minutos, bailamos sin descanso entre las ráfagas de fuego que despide su
cuerpo. Lo hace a traición. Y yo siento como el sopor tibio de la noche nos
apuñala con vehemencia.
Entonces, igual que la directora de
escena que se siente satisfecha al ver que su espectáculo funciona viento en
popa, y que sabe que no le queda nada por hacer en medio de aquella algarabía
apocalíptica, quise alejarme del Satán y exclamé:
-Tenemos que encontrar un lugar para
sobrevivir.
Nos colocamos a cierta distancia para no
quemarnos. Inmóvil, me restriego los párpados por el humo. Con cautela miro el
curioso personaje. Contemplo sus ojos rojos, llamativos que se alzan
desafiantes sobre la marea de cabezas que bailan al compás de la música. Se me
eriza la piel e igual que si la profecía se confirmara me siento arrastrada por
el Diablo.
Desde pequeña he tenido cierta
debilidad por los seres malvados, oscuros y ocultos que aparecían en los
cuentos de hadas, por aquellos seres que practicaban el mal, los odiados.
Incluso siempre he tenido predilección por la reina malvada que le pide al
cazador las entrañas de Blancanieves, siempre creí vislumbrar en ella un
corazón sincero.
De pronto se produce la apoteosis de
la noche y en la Plaza de La Candelaria explota una gran humareda, aplausos y
palmas, apretones de mano y a mí me parece percibir el presagio de algo bueno.
El olor a pólvora se extiende por todo el pueblo, pero poco a poco el espeso
humo desaparece. El Demonio derrotado echa una mirada alrededor, se acerca a la
puerta de la Iglesia donde está la Virgen y le hace una señal de reverencia.
Regresa a las Tinieblas, a sus dominios.
Mientras nos alejamos escuchamos como
cada uno a su manera comenta la actuación del Diablo. Y yo siento en lo más
hondo de mi alma una sensación de victoria, entre los gritos y los cantos tan
pronto silenciados. Entonces Luis me rodea con sus brazos, me atrae hacia sí y
me besa los ojos que estaban a punto de desbordarse.
Un año más la Virgen triunfa. Triunfa
La luz sobre la oscuridad, lo permitido y lo prohibido; el pecado. El Bien
sobre el Mal.
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