Salvador
García Llanos
Todo
comenzó con una sugerente canción de fondo de Carla Bruni. Luego es Moisés Raya
quien, haciendo esfuerzos para superar la afonía, hizo una ajustada
presentación del José Javier Hernández García, filólogo, escritor y poeta más
intimista, casi todo un descubrimiento en una performance de las que gustan por
su sobriedad, muy válida para inaugurar el curso de actividades del Instituto
de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC).
José
Javier, autor de varios libros, investigador de la historia local, contador de
cosas, es un incansable soñador, como diría Raya. El hombre que nunca olvidó a
su abuela, Antonina, ni a sus padres, Juan y María Teresa. El adolescente que
aprendió inglés con The Beatles y puede presumir de amistad sincera con el
inolvidable Eduardo Galeano. Precisamente, estos poemas suyos que se escucharon
por primera vez, recitados por él mismo, coinciden con el aniversario del
nacimiento del autor uruguayo de esta misma semana.
De
manera que fue una velada gratificante en la que disfrutaron los amantes de la
poesía y quienes escucharon con severa atención los versos de Hernández, un
recorrido por su infancia y juventud, por los personajes y los paisajes que
caracterizaron aquellos años que dejaron huella, vaya si la dejaron. Un repaso
lírico a episodios y vivencias que conformaron una personalidad llamativa y
respetable, perseverante, sin necesidad de alharacas y sin artificiales
divismos. Sus versos, leídos con el énfasis justo, con títulos tan sugestivos
como atractivos, son una historia de telaraña.
Lo dejó
claro desde los dos primeros poemas de los veinticinco develados: Hay viejos y
En el cuarto, este tributado a la soledad experimentada en cualquier momento de
la vida. Párpados del tiempo; Gárgola; Muelle nuevo; Rueda de las horas;
Fuente; Brígida, ese día; La culebra; Augusta; Pancho y Dioses mortales
entretejen historias fueron desgranados en una atmósfera envolvente de
descubrimiento de un poeta que siguió con Tu nombre (dedicada al Teide
majestuoso); Triste la luz del alba; Camino de la escuela; Niños de los
estanques (que nunca le gustaron, confesó); Catalina Mckenzie (la escocesa
dueña del hotel Monopol a la que llamaban inglesa); Voy a esperar; Charco de la
soga (con gráfica ilustrativa para que quedara constancia del por qué de su
nombre); Claro el corazón; Hoja de palma y Hubo un griego sin nombre
(suplementado con un breve relato explicativo de aquel cretense que vino y del
que nunca más se supo).
Siguieron
Pasteles de Padilla y Mayo hasta que proyectaron un emotivo video con el
testimonio de Pablo Rabasto, profesor de la Universidad de Córdoba, relativo a
la sensibilidad mayúscula de Galeano (Tiene razón José Javier: a ver si le
traen a la isla).
Todo
terminó con Echeyde de semilla abandonada, dedicada también a la montaña
teideana y a Eduardo, Dardi, Sánchez García, recientemente fallecido, quien
tantas veces acudió a ella para inspirarse y forjar su propia existencia.
Fue ahí
cuando el auditorio pudo, por fin, aplaudir. Lo hizo con ganas, casi hasta la
ovación. José Javier Hernández García había expuesto su vena poética, leyendo
por primera vez sus propios textos, sus figuras poéticas, sencillas y tiernas,
esos que guardó y conservó hasta una calurosa tarde de septiembre en la que
Eduardo Galeano, seguro, se hubiera sentido muy complacido.
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