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sábado, 8 de septiembre de 2018

VERSOS DE JOSÉ JAVIER


Salvador García Llanos

Todo comenzó con una sugerente canción de fondo de Carla Bruni. Luego es Moisés Raya quien, haciendo esfuerzos para superar la afonía, hizo una ajustada presentación del José Javier Hernández García, filólogo, escritor y poeta más intimista, casi todo un descubrimiento en una performance de las que gustan por su sobriedad, muy válida para inaugurar el curso de actividades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC).

José Javier, autor de varios libros, investigador de la historia local, contador de cosas, es un incansable soñador, como diría Raya. El hombre que nunca olvidó a su abuela, Antonina, ni a sus padres, Juan y María Teresa. El adolescente que aprendió inglés con The Beatles y puede presumir de amistad sincera con el inolvidable Eduardo Galeano. Precisamente, estos poemas suyos que se escucharon por primera vez, recitados por él mismo, coinciden con el aniversario del nacimiento del autor uruguayo de esta misma semana.

De manera que fue una velada gratificante en la que disfrutaron los amantes de la poesía y quienes escucharon con severa atención los versos de Hernández, un recorrido por su infancia y juventud, por los personajes y los paisajes que caracterizaron aquellos años que dejaron huella, vaya si la dejaron. Un repaso lírico a episodios y vivencias que conformaron una personalidad llamativa y respetable, perseverante, sin necesidad de alharacas y sin artificiales divismos. Sus versos, leídos con el énfasis justo, con títulos tan sugestivos como atractivos, son una historia de telaraña.

Lo dejó claro desde los dos primeros poemas de los veinticinco develados: Hay viejos y En el cuarto, este tributado a la soledad experimentada en cualquier momento de la vida. Párpados del tiempo; Gárgola; Muelle nuevo; Rueda de las horas; Fuente; Brígida, ese día; La culebra; Augusta; Pancho y Dioses mortales entretejen historias fueron desgranados en una atmósfera envolvente de descubrimiento de un poeta que siguió con Tu nombre (dedicada al Teide majestuoso); Triste la luz del alba; Camino de la escuela; Niños de los estanques (que nunca le gustaron, confesó); Catalina Mckenzie (la escocesa dueña del hotel Monopol a la que llamaban inglesa); Voy a esperar; Charco de la soga (con gráfica ilustrativa para que quedara constancia del por qué de su nombre); Claro el corazón; Hoja de palma y Hubo un griego sin nombre (suplementado con un breve relato explicativo de aquel cretense que vino y del que nunca más se supo).

Siguieron Pasteles de Padilla y Mayo hasta que proyectaron un emotivo video con el testimonio de Pablo Rabasto, profesor de la Universidad de Córdoba, relativo a la sensibilidad mayúscula de Galeano (Tiene razón José Javier: a ver si le traen a la isla).

Todo terminó con Echeyde de semilla abandonada, dedicada también a la montaña teideana y a Eduardo, Dardi, Sánchez García, recientemente fallecido, quien tantas veces acudió a ella para inspirarse y forjar su propia existencia.

Fue ahí cuando el auditorio pudo, por fin, aplaudir. Lo hizo con ganas, casi hasta la ovación. José Javier Hernández García había expuesto su vena poética, leyendo por primera vez sus propios textos, sus figuras poéticas, sencillas y tiernas, esos que guardó y conservó hasta una calurosa tarde de septiembre en la que Eduardo Galeano, seguro, se hubiera sentido muy complacido. 

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