Javier Lima Estévez
René Verneau nació en 1852 en Francia. Cursó
estudios de ciencias naturales en París, así como en varias ciudades europeas.
En 1856, recibe el encargo de realizar una misión científica en Canarias por el
Ministerio de Instrucción Pública. Regresaría en 1884, permaneciendo en la isla
cuatro años más. Realizó importantes estudios en el Museo Canario y en 1899
volvió a visitar las Islas. En 1925 pudo de nuevo regresar al Archipiélago para
continuar sus investigaciones en el Museo Canario. Sus últimas visitas se
produjeron en 1932 y en 1935. Falleció en París en 1938 a los 85 años de edad. “Cinco
años de estancia en las Islas Canarias” de R. Verneau, constituye, sin duda,
una obra de interesante consulta para todo aquel que quiera aproximarse a una
visión de las Islas Canarias contada en primera persona por un francés con
espíritu aventurero que no dudó en dejar por escrito todo lo que veía ante sus
ojos, sin ningún pudor, mostrando la realidad tal y como él la veía. La
subjetividad, pues, es un elemento común y constante en la obra de este francés,
que en su pasaje dedicado a la ciudad de Icod de los Vinos no dudó en utilizar
el recurso de la ironía o la crítica en múltiples aspectos. R. Verneau describe
un núcleo icodense pobre en comparación a lo que este había sido siglos atrás.
Observa un valle de Icod abrupto con una gran cantidad de agua pero pobre en
cultivo, en tanto que las tuneras y el millo habían ido reemplazando poco a
poco a las antiguas cepas de vino. Describe con pena el estado de muchas casas
que en el pasado fueron importantes, no dudando en destacar la presencia de
gárgolas de madera tallada en las edificaciones que otorgaban una cierta imagen
de prestigio en unos inmuebles que habían ido perdiendo parte de su encanto. Para
R. Verneau, la sorpresa de haber encontrado un hotel en Icod fue enorme, no
dudando en señalar el acontecimiento que representó para el hotelero su visita.
Se trataba de un pequeño inmueble que intentaba cumplir modestamente unas funciones
hoteleras. Con su ironía habitual, R.
Verneau anota el esmero que dedicó el pobre hombre, así como su mujer y su hija
en proporcionar al mismo un buen trato, con tan mala suerte de que “acabaron
por no poner un cuchillo y derramar el vino en los platos”. Anotó las
impresionantes vistas que se podían disfrutar desde la azotea del albergue, así
como la cantidad de palmeras que el lugar reunía. Por supuesto, no dudó en
hacer referencia al drago de Icod, por ser un ejemplar de notable antigüedad,
manifestando en su opinión como a pesar de haber observado muchos a lo largo de
su vida, ninguno se le podía comparar. Conoció la famosa “Cueva del Viento”,
comparando la misma –aunque matizando que a pequeña escala- a las cuevas de
Lanzarote. Curioso resulta el episodio ocurrido en una pequeña aldea de la
ciudad, cuando es sorprendido por “una vieja bruja andrajosa, cubierta de una
espesa capa de mugre”. La señora, al parecer, pensó que R. Verneau buscaba
lagartos con la finalidad de utilizar los mismos como elementos sanadores,
pues, según la creencia popular “bastaba con llevarlo vivo debajo del sombrero
para ver desaparecer la afección al cabo de algunas semanas”. A cambio de un
vaso de ron, la señora le ofrecía un método más efectivo, transmitiéndole una
nueva receta que ya había visto R. Verneau en Santa Cruz para obtener la
curación de escrófulas. Tras su encuentro con esa misteriosa mujer, no duda R.
Verneau en dejar constancia de su nuevo encuentro con otro personaje curioso.
Se trataba de un viejo pastor del que manifestó lo siguiente: “Si no hubiese
sido por el calzón y los restos de la camisa, hubiera podido creerme en
presencia de un viejo guanche que no había tenido nunca relaciones con los
europeos”. Al parecer, el pastor tenía en su vivienda diversos objetos guanches
que el mismo había ido encontrando y adoptando como parte de su mobiliario.
Tras dejar al pastor y salir del lugar, se encuentra de nuevo con la misteriosa
señora que había conocido antes. Se la encontró tirada en el suelo, víctima de
los excesos provocados por la invitación de R. Verneau a “unos cuartos” con el fin de obtener una nueva fórmula para
curaciones, por lo que, “furiosa por haberla molestado, me lanzó una serie de
anatemas, entremezclados con injurias de lo más ordinarias”.
Tras su paso por Icod, continuaría R. Verneau
su visita por otros pueblos de la isla. Unas visitas en las que emplearía la
ironía y la crítica, así como diversos calificativos propios de unas Islas que
cautivaron al francés por las bellezas naturales que encontró a su paso. Una
belleza que le sedujo, pero que a la vez se le antojaba extraña en un contexto
marcado por la pobreza que sufría una gran parte de la población.
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