José Melchor Hernández Castilla
Jules Leclercq, llega a Santa cruz de
Tenerife el 17 de julio de 1879. Es un viajero y observador incansable, le
atraen los temas etnográficos como las calles, casas, fiestas populares,
actividades y oficios, indumentaria, alimentación, entre otros. Su mirada de
turista lo refleja en el libro “Viaje a las Islas Afortunadas”, impreso en
París en 1880, y galardonado con el Premio Furtado. Fue reimpreso en 1898.
“Al final, después de haber rodeado un
barranco de lo más romántico, donde se escalonan los maizales, vemos abrirse
una espléndida perspectiva sobre el mar, que se extiende a nuestros pies hasta
enorme distancia y, al propio tiempo, se nos antoja la finca de La Rambla, al
fondo de un fresco valle. Bajamos por un rocoso sendero, donde se calientan al
sol unos robustos lagartos y, en la portada de la finca, que exhibe en su parte
superior la fecha de 1809, encontramos una niñita totalmente desnuda que huye
al aproximarnos. El portalón está abierto, y los amos ausentes. Entramos.
La Rambla, propiedad del marqués Bethencourt de Castro, debe su nombre a estos lechos por donde corren las aguas fluviales. Este un jardín tropical, suspendido en las rocosas laderas que dominan el mar. Nada tan atrevido como estos escalones montados unos sobre otros, y apoyados en muros de sostén construidos con grandes esfuerzos. Los caminos discurren horizontalmente, en medio de una frondosa vegetación. Las aguas, claras como diamantes fundidos, caen en cascadas. Hay senderos que pasan bajo una cúpula de verdor, rocas cubiertas de musgo, riachuelos cruzados por rústicas pasarelas, grutas que despiertan los recuerdos clásicos de la isla de Calipso, barrancos llenos de frescor en los que florecen enormes ñameras en medio de las aguas, y, sobre todo, un avenida bordeada por una doble columnata de palmas datileras que me ha hecho soñar con la célebre avenida de las palmeras de Río de Janeiro. También está el Castillo, fortaleza en miniatura, artillada con viejos y oxidados cañones, dominando las negras rocas basálticas en los que se estrellan las espumeantes olas del Océano. En los muros del Castillo, he leído estos versos: “En medio de estos jardines y Paseos y Cascadas, Pasa la Vida Veloz”.
Desde la Rambla, hemos pasado a Los
Realejos. Estos son dos pueblos situados en lo alto, y separados por un
profundo barranco. En español, la palabra realejo significa campamento…
Hemos visitado la capillita erigida en el
lugar donde acampó Lugo, y donde el desventurado Bencomo recibió el Bautismo.
A unos pasos de la capilla, se alza un magnífico drago a cuya sombra se sentaban los guanches, pues es mencionado en la historia de la conquista. Con ayuda de mi cuchillo, he practicado una incisión en la corteza, haciendo brotar una savia roja, parecida a la sangre de una animal, pudiendo confundirse con ella. Bajo la corteza, he encontrado una sustancia blanda, blancuza, análoga a los espárragos. El drago no es un árbol, puesto que no es leñoso. Su aspecto es extraño; parece un enorme candelabro soportando un bosque de yucas. Realmente, es uno de los vegetales más curiosos de la creación.
En el Realejo de Abajo, hemos encontrado
una posada y fonda, en la que los perros, los gatos y los niños pululaban
revueltos en la más promiscua y pintoresca suciedad. Por todo vestido, estos
niños tenían unas camisas que jamás habían visto el agua. Una vieja comadre
cazaba los parásitos pobladores de las caballeras de las niñas, poniendo en la
operación toda la dignidad del caso. Toda esta gente, hombres, mujeres y niños,
se abanicaba, porque hacía un calor atroz. Todos, unos tras otros, suspiraban:
¡“Ave María, qué calor”!
La caminatas nos había despertado el
apetito, y mi cubano aplicó toda su castellana elocuencia para hacer comprender
a aquellas buenas gentes que no habíamos tomado absolutamente nada desde las
siete de la mañana. Mientras esperábamos el almuerzo, pasamos una hora entera
librando un feroz combate contra un formidable ejército de infantiles
asaltantes que aumentaba a medida que la vieja comadre iba escudriñando las cabezas
de las niñas.
Tristes sensaciones reviven en mí al
recodar la horrible tortilla y la suela de zapato que nos sirvieron con el
nombre de vaca, todo regado con no sé qué atroz brebaje que nos dieron como
vino de Tenerife. Afortunadamente, el agua era potable, y aún quedaba en la
casa una botella de la auténtica India pale-ale que bebimos como postre con
unas galletas, dos artículos ingleses que se encuentran en todos los rincones
del mundo” (Leclercq, Jules; 1880, 1990. Viajes a las Islas Afortunadas.
Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias. Páginas
110-113).
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