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jueves, 8 de abril de 2021

EL BOTÁNICO HERMAN CHRIST EN EL BURGADO, LOS REALEJOS, 1884

José Melchor Hernández Castilla

Tras su viaje a Canarias, el botánico suizo Herman Christ (1883-1933), publica en la revista Botanische Jahrbücher fur Systematik dos artículos sobre la flora y vegetación de Canarias: “Vegetation und Flora der Canarischen Inseln” (1885) y “Spicilegium Canariense” (1888). En estos trabajos, menciona plantas como   como la bandera española, el alhelí, las tuneras, el tartaguero, la retama negra, el tojo, el cantueso, el romero, el abutilon, el árbol del Paraíso, el aromo, la amapola espinosa, el tabaco moro o venenero, la capuchina o marañuela, el milamores, el ñame, la palmera datilera, la caña común, el eucalipto (Eucalyptus globulus) y la zábila o aloe (Aloe vera) (García Gallo, Antonio; Martín Rodríguez, Vanesa; 2009/10. Las Plantas ornamentales en la historia natural de Canarias. Rincones del Atlánticos, nº6).

https://www.rinconesdelatlantico.es/num6/plantas_ornamentales.html

“En el barranco, entre la Villa y Los Realejos, vimos varias veces a una de esas familias trogloditas trabajando, y no parecían ni más pobres ni menos  felices que los que viven en casas; en las terrazas del barranco verdecían sus arriates con judías, calabazas  maíz; unas higueras daban sobra a la entrada de la cueva, mientras abajo, en el mar, brillaba el sol. La madre jugaba alegremente con sus pequeños. Fue un ejemplo de lo poco que necesita el ser humano para ser feliz, si no conoce malos ejemplos y se conserva libre del veneno de la envidia. Es notable la limpieza que la ausencia de cualquier calefacción, y frecuentemente también de lumbre, proporciona a estas viviendas primitivas. El hollín y el humo raras veces tiznan la casita del isleño. En arcas bajas, de estilo antiguo o incluso reciente, guardan sus ropas y otros pocos enseres; no falta la cuna porque la bendición de los niños se encuentra en casi todas las casas, y de manera muy numerosa; es característica la limpieza de las mujeres y de la ropa de la casa, casi siempre de algodón. En cada barranco, en cada arroyo, se oían los golpes de las lavanderas; golpear en el sentido auténtico, se entiende, ya que la ropa es azotada fuertemente con puños y callaos. Todo el mundo anda descalzo, y cuando el isleño tiene zapatos, los lleva casi siempre en las manos para conservarlos bien.

En todas partes ofrecen al paseante, amablemente y con cierta ceremonia, un buen vaso de agua que, en el abrasado Tenerife, es el mejor regalo. ¡Con qué devoción la bebe el agasajado y qué larga conversación tiene lugar sobre la bondad y el origen de la fuente, de sus leyendas y, quizás, hasta de los pleitos relacionados con ella

En la marea alta, el mar llena el canal con fuerza; como los resoplidos de un gigantesco animal marino; con ruido salvaje, brota el aire un surtidor rítmicamente, a 20 ó 30 metros sobre la abertura superior. Este fenómeno no es raro en el litoral isleño; tiene su nombre propio: bufadero. Un barranco en el sur de Tenerife se llama así.

Estos canales se presentan en todas partes en los bancos de lava; con frecuencia, como ocurre cerca del molino de viento y el horno de cal del señor Kreitz, en el Realejo Bajo, suena hueco bajo el paso de los caballos. Fritsch sospecha que esos cañones son cavidades originadas por la calcinación de los árboles en la lava. Casi siempre se observa que los bancos de lava están curvados en formas convexas y que bajo estas capas o bóvedas, existen innumerables cavidades de suelo plano. Esta formación se repite con diversas dimensiones, probablemente porque la superficie de la lava se enfrió rápidamente y la masa, todavía blanda, siguió fluyendo por debajo.

Entre dos lugares del Puerto, entre las casas y la playa, se elevan altos bloques como los arrastrados por los glaciares; son rocas de lava algo esféricas; en la última, se encuentra un bonito y pequeño templete, una diminuta rotonda de puras medidas clásicas. Es difícil explicar cómo han llegado estos bloques gigantescos hasta aquel lugar de la playa. Entre los arrecifes, la marea trabaja con fuerza elemental y roe la dura roca. Con ruido de metralleta durante una batalla, arrastra los callaos de todos los tamaños arrebatándolos de sus lechos y volviéndolos a ellos; crujen los cantos rodados y unas chispas luminosas saltan de la espuma. Todo conjura una imagen de playa como probablemente no haya otra en el mundo.

Esto se confirmó cuando seguimos nuestro paseo hacia el oeste, hasta la bahía, formada por un acantilado que cae verticalmente unos cien metros, en la que se encuentran los Riscos del Burgado, unos cilindros negros de raro aspecto retorcido, sobresalientes unos sobre otros como si los monstruos de las profundidades mantuvieran un diálogo. Horrible y fantástico era el bramido con el que rompía el oleaje en aquella caldera subiendo por los escollos, mientras un grupo de gaviotas plateadas jugaba alegremente en el torbellino. Burgado se llama el caracol de mar canario, del que estas rocas han tomado el nombre (Christ, Herman, 1886, 1998. Un Viaje a Canarias en Primavera. Ediciones del Cabildo de Gran Canaria. Página 147-150).

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