José Sebastián Silvente
Ahora puedo ya mirar tu rostro en paz. Ahora puedo hablar
sin temor a tu envenenada lengua.
Ahora, por fin, la hiel de mi existencia, de esta
existencia que tu perfidia carcomió un día tras otro, dejará de amargar mi
alma.
Ahora me puedo detener, sin miedo, a mirar tu fisonomía;
estás muerta y no me harás más daño.
Recorro lentamente con mis ojos los contornos de tu cara
macilenta: tu labio inferior, descolgado, abierto en mueca estúpida, y me
recreo contemplando tu patética imagen, semejante a la de un bruto, tu frente
pequeña, tus ojos pequeños… todo en ti es mezquino, ruin, bajo y despreciable.
Tu cabeza, dolicocéfala, soporta un cráneo pequeño; un
cerebro desmañado y torpe, tus cabellos, gruesos y groseros, tu nariz
desproporcionada, tus grandes manos y tus pies divergentes… discordantes.
Ahora puedo mirarte sin temor: estás muerta; ya no eres
nada; no me intimidas.
Pronto morderás el polvo y yo escupiré blasfemias en la
tierra para impedir que crezca allí rastrojo alguno.
Estás muerta, aniquiladora de piedades, soberana del
rencor, custodia de la ira.
No quedará un resquicio en el infierno para dar cobijo a tu
alma negra.
Yo me quedo aquí repudiando y maldiciendo tu gélida
conciencia, tu negra catadura, la sempiterna mugre de tu ser perverso, y la
mala hierba de toda tu existencia, desecada en la esencia de la nada.
Estás muerta; estás muerta y, sin embargo, sigues
torturando mi mente, flagelando mi sosiego.
Me pregunto en qué mal sueño me enteré y cómo pude amarte
un día; me pregunto si realmente te amé.
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