Salvador García Llanos
Cincuenta años se
cumplen hoy del incendio que devastó el antiguo convento de San Francisco, un
edificio de titularidad municipal que albergó una pequeña ciudadela en la que
convivían veintiuna familias de extracción social modesta. La madera, elemento
predominante en el inmueble, hizo que las llamas se propagaran rápidamente. La
iglesia contigua -en realidad, la ermita de San Juan Bautista, considerada como
una de las primeras edificaciones civiles de la ciudad- se salvó
milagrosamente, en tanto que imágenes, mobiliario, cuadros y otros objetos de
culto eran rescatados a toda prisa.
Era un miércoles de ceniza aquel 16 de
febrero de 1966, cuando poco después de las siete de la tarde alguien lanzó un
grito desesperado: “¡Fuego!”. Al parecer, se había iniciado en el interior de
la vivienda cuya techumbre limitaba con la base del campanario de la iglesia.
Algunos bachilleres del colegio Gran Poder de Dios que aguardábamos, curiosos,
en la plaza del Charco, la última manifestación del Carnaval, una suerte de
pretendido entierro de la sardina, corrimos hacia el recinto siniestrado del
que los moradores salían espantados y despavoridos hacia la sede cercana de la
Cruz Roja, algunos con unas pocas pertenencias, más que nada textiles. Las
campanas, tocando a fuego, sonaron durante un rato.
Desde el
campanario
Recordamos a guardias municipales
-entonces llamados celadores- recomendando -mejor dicho, ordenando- que los
niños, adolescentes y escolares retornaran a sus casas. Ya era de noche y
empezaron a sucederse escenas de descontrol, prisas, desazón y desorden.
Llegaba gente desde el muelle, de todas partes. Hay algunas escenas que no se
han borrado de la retina, como una cadena humana que traspasaba de una en una
los cubos que fueron recolectados sobre la marcha. Y otra, algunos jóvenes que
lograron subir hasta el campanario de la iglesia desde donde empleaban una
manguera sobre los focos más cercanas del siniestro. Alguna cámara inmortalizó
ese momento.
El memorialista Melecio Hernández
Pérez publicó en el periódico El Día -citando fuentes de este medio, del
desaparecido vespertino La Tarde y de la hoja parroquial Timón- un interesante
trabajo recordatorio del suceso. Algunos de los damnificados fueron atendidos
en el Hospital de la Inmaculada Concepción (Fue leyenda popular que solo hubo
una víctima mortal, una persona que murió calcinada al no poder salir del
recinto de viviendas). Fue improvisado un refugio para la mayoría de los
moradores de la ciudadela, en el antiguo almacén de la Casa Yeoward, en el
Penitente, lo que es hoy la casa consistorial. Según Hernández, los padres
agustinos donaron cuarenta y cuatro camas y cuarenta y seis colchones. Luego se
pudo alcanzar la cantidad de cincuenta camas para afrontar la emergencia. Otras
personas afectadas se refugiaron en casas de familiares y amigos. Las primeras
medidas de auxilio consistieron en una suscripción pública encabezada por el
gobernador civil de la época, doctor Juan Pablos Abril. En un primer balance de
recaudación de donativos, se alcanzó la cantidad de ciento veintitrés mil cien
pesetas. Fueron distribuidos unos lotes de alimentos. La organización Caritas
también se movilizó para prestar ayudas inmediatas consistentes en ropa,
víveres, enseres y otros útiles domésticos.
El memorialista, que se reconoce como
“testigo impotente ante la magnitud del siniestro”, recoge que la lucha contra
el fuego se prolongó hasta pasada la medianoche. La columna de humo era visible
desde varios puntos del valle y de las carreteras que lo conectaban. Hay un
fragmento de dramatismo en su relato: “…Numerosos
voluntarios desde el primer momento impidieron la propagación del fuego que hubiera destruido un importante sector
urbano, desde la plaza del Charco hasta el hotel Marquesa. Ante esa posibilidad se procedió al
desalojo de las viviendas y residencias próximas al ex convento, como la de los
señores Escobar y algunas no tan cercanas, como la librería Santaella”.
Dotaciones de los cuerpos de bomberos
de Santa Cruz y La Laguna, así como del Servicio de Incendios de Cepsa,
actuaron sin desmayo en las tareas de extinción. Se juntaron varios
camiones-cisterna. Se unieron en la faena efectivos de policía local y Guardia
Civil así como de asambleas de Cruz Roja de varias localidades norteñas.
Solidaridad,
generosidad y medidas
Esa misma noche hubo una reunión en el
Ayuntamiento, presidida por Pablos Abril, junto al alcalde, Felipe Machado del
Hoyo. Asistieron concejales y otras autoridades. Trataron las primeras medidas
de auxilio, entre ellas el alojamiento provisional de los damnificados. Este
pleno antecedió a otra sesión extraordinaria celebradas el 2 de marzo de aquel
año. El acta refleja que fue el alcalde-presidente quien informó no solo del
suceso que causó una profunda conmoción social sino del temporal marítimo que
azotó las costas del municipio tan solo cuatro días después del siniestro, el
20 de febrero.
Quedó demostrado -según puede leerse
en el acta- “el mayor espíritu de colaboración de autoridades y vecindario. Los
daños causados de orden material se cifran en la pérdida del edificio casi en
su totalidad”. En lo que concierne al temporal marítimo, quedó constancia de
los graves daños ocasionados en varias localizaciones próximas al litoral, como
el campo de fútbol El Peñón y el “caserío” de Punta Brava. Tras el informe del
alcalde Machado, el pleno acordó quedar enterado y hacer constar “el más
profundo agradecimiento de la ciudad y de la corporación municipal hacia todas
las autoridades y particulares que han intervenido de algún modo prestando su
colaboración y ayuda en pro de los damnificados de ambos siniestros”.
Años después de aquel voraz incendio,
el Ayuntamiento habilitó el solar resultante para disponer de un recinto que
albergase espectáculos y otras actividades. La instalación fue mejorada
progresivamente. Allí se celebraron, en efecto, hasta cinco ediciones del
desaparecido Festival Internacional de la Canción del Atlántico. El parque San
Francisco conservó una brillantísima hoja de servicios, entre festivales,
conciertos y acontecimientos sociales, lúdicos y recreativos. Hasta que, por
razones de seguridad, hubo de cerrar sus puertas. Aún hoy está esperando por la
cristalización de un proyecto de rehabilitación resultante de un concurso de
ideas.
Al cabo de cincuenta años, aquel desolador incendio, en aquella “noche negra” que definió Melecio Hernández Pérez, se sigue recordando como uno trágico suceso en la historia de la ciudad que pudo haber tenido, es verdad, consecuencias más trágicas. Algunas fotografías que han circulado, incluso, en redes sociales, así lo atestiguan.
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